“…mejor te es que se pierda uno de tus miembros,
y no que todo tu cuerpo sea echado en el infierno”.
San Mateo 5:30
y no que todo tu cuerpo sea echado en el infierno”.
San Mateo 5:30
Por Tomás Hidalgo Nava
Cuando Catalina de Santillana entró como novicia al convento, el tabernero vio florecer su negocio. Hordas de buenos mozos, plebeyos e hidalgos, procedentes de los establos, de los talleres de artesanos y de la corte, diluyeron su pena en los odres del vino. Muchos de ellos lo intentaron todo para ganar sus favores: cartas lacradas que nunca fueron abiertas, poemas cantados por juglares a los que cerró sus oídos, sedas y esencias traídas de al-Ándalus y que acabaron como caridad para los pobres. A su paso dejaba una especie de polvo luminoso y, al mismo tiempo, una estela de muerte. Pere López, el herrero, se fracturó la muñeca sobre el yunque al mirarla pasar en su vestido de lino; Ruy de Narváez acabó tendido sobre el empedrado, con los intestinos atravesados por una cimitarra, tras perder el duelo ante Ibrahim, un comerciante de Granada, quien juró en convertirse en cristiano si la joven le concedía una noche, tan sólo una. Pero ella no tenía más ojos ni vida que para el Sagrado Corazón. Siempre que la doncella acudía a rezar ante el Santísimo, la iglesia lucía repleta y el peculio de la limosna rebosaba. De buenas a primeras, todos se convirtieron en los más devotos, a pesar de que entre ellos había facinerosos, ganapanes y salteadores de caminos. Varios de ellos peregrinaron a Tierra Santa y volvieron con alguna reliquia para ella.
Cuando Catalina de Santillana entró como novicia al convento, el tabernero vio florecer su negocio. Hordas de buenos mozos, plebeyos e hidalgos, procedentes de los establos, de los talleres de artesanos y de la corte, diluyeron su pena en los odres del vino. Muchos de ellos lo intentaron todo para ganar sus favores: cartas lacradas que nunca fueron abiertas, poemas cantados por juglares a los que cerró sus oídos, sedas y esencias traídas de al-Ándalus y que acabaron como caridad para los pobres. A su paso dejaba una especie de polvo luminoso y, al mismo tiempo, una estela de muerte. Pere López, el herrero, se fracturó la muñeca sobre el yunque al mirarla pasar en su vestido de lino; Ruy de Narváez acabó tendido sobre el empedrado, con los intestinos atravesados por una cimitarra, tras perder el duelo ante Ibrahim, un comerciante de Granada, quien juró en convertirse en cristiano si la joven le concedía una noche, tan sólo una. Pero ella no tenía más ojos ni vida que para el Sagrado Corazón. Siempre que la doncella acudía a rezar ante el Santísimo, la iglesia lucía repleta y el peculio de la limosna rebosaba. De buenas a primeras, todos se convirtieron en los más devotos, a pesar de que entre ellos había facinerosos, ganapanes y salteadores de caminos. Varios de ellos peregrinaron a Tierra Santa y volvieron con alguna reliquia para ella.
Fray Bruno di Flori trató de convencerla de no profesar en la orden del Carmelo, de la cual era él su principal confesor. Di Flori temía caer de nuevo ante la astucia de Belcebú, quien solía poner frente a él a novicias, monjas y beatas de hermoso aspecto. Y si acaso eran feas o de aliento a olla podrida, el diablo las disfrazaba de querubes ante sus ojos y las perfumaba de nardo. Desde la última vez que cayó, unos cinco o seis años atrás, cuando vivía en Roma, los baños con agua helada en el río, las horas interminables con el cilicio mordiéndole los muslos, las noches de flagelación con el azote de punta de hueso y los ayunos hasta la caída de la noche le ayudaron a mantener a raya al diablo y sus huestes. Sus superiores lo habían amenazado con la suspensión a divinis si no se regeneraba, y por fin logró mantenerse firme, implacable como San Miguel con el dragón bajo sus pies. Decidió entonces dejar Roma y alejarse de la corte pontificia para seguir el camino de Santiago e ir a las Hispanias a convertir a moros, ladinos y cristianos que poco tenían de tales. Pero su apostolado empezó a derrumbarse aquel domingo de Pascua, cuando vio por primera vez a Catalina frente a él, con los ojos cerrados y la boca entreabierta para recibir la comunión. Sus labios de atardecer, su piel de luz y su aroma de oliva negra e higo lo encarcelaron desde entonces. Tardó varios minutos en controlar el temblor de su mano y derramó el cáliz del vino sobre el pecho de doña Cándida Pantoja, una de las principales damas del villorrio. Ante Catalina no serviría ninguna penitencia, ni preventiva ni correctiva. Su gran duda era cómo Dios podía permitirle al Maligno valerse de un ángel para hacer caer a un sacerdote. Aunque recordó al Santo Job, fiel, inamovible, incólume, a quien Satanás buscó destruir con la anuencia del Altísimo.
Aquella tarde, Di Flori esperaba a Catalina para la confesión. Cuando Juancho, el novicio que solía asistirle, entró a su celda a avisarle que ella había llegado, lo halló con el torso desnudo y varias marcas en la espalda, el flagelo en la diestra y una daga en la siniestra. En voz alta recitaba aquel pasaje de los Santos Evangelios en el que Jesús recomendaba cortar aquello que lo llevara a uno al pecado, antes de perder todo el cuerpo en el infierno: “…proice abs te expedit tibi ut pereat unum membrorum tuorum quam totum corpus tuum eat in gehennam”. Juancho intentó salir corriendo a disuadir a Catalina de entrar a la celda, pero Di Flori logró golpearlo en la cabeza con un candelero de hierro y lo hizo caer como fardo cerca del umbral. Di Flori oprimió con fuerza la daga para ejecutar su plan. “…expedit tibi ut pereat unum membrorum tuorum quam totum corpus tuum eat in gehennam”, repitió. Un grito cercenó el silencio justo en el momento en que Catalina entró. Antes de derrumbarse, Di Flori sostuvo en la mano aquella mezcla de carne y sangre y la extendió hacia ella como ofrenda. “No pudiste, Satanás, no pudiste”, dijo entre carcajadas.
Di Flori se desangró antes de que lograran recostarlo sobre una de las mesas del refectorio para atenderlo. Días más tarde, el Santo Oficio decretó que Catalina muriera en el garrote antes de ser quemada. “La muy hechicera lo tenía embrujado”, sentenció Fray Justo de Valdés. El día en que la ejecutaron, a su lado había varios conversos que habían sido sorprendidos en los ritos del Shabat. Todos ellos gemían y vociferaban, mientras Catalina permanecía en silencio, mirando extasiada la cruz en la cúspide de la iglesia. Murió tranquila, con la cara luminosa, mientras decenas de torcazas revoloteaban a su alrededor sobre la plaza. Esa noche, casi todos los hombres del villorrio, incluidos Ibrahim, Pere el herrero y hasta el anciano Lucas, siguieron el camino de Di Flori. Por muchos años no hubo nacimientos en el pueblo.
En plena Reconquista, Di Flori fue canonizado y se le conoció como San Bruno, predicador, eunuco y mártir. En cambio, la gente olvidó el sitio donde yacía Catalina, pues el Santo Oficio pidió exterminar todas las torcazas que sobrevolaban la tumba de aquella novicia, encima de la cual nadie colocó una cruz ni derramó agua bendita.
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