martes, 30 de diciembre de 2008

En recuerdo del Che











Hace algunos meses, justo un día antes de que se cumpliese el octogésimo cumpleaños de Ernesto "Che" Guevara, escribí el poema que ahora pongo a consideración de quienes me hagan el honor de leerlo.


POLVO FUTURO


Por Tomás Hidalgo Nava

Moriste en el laberinto
del sur primaveral
antes que yo naciera
en el invierno del norte,
en esa tierra cuyo polvo
se fue de polizón en tus botas
—entre el cómplice guiño
de la madrugada veracruzana—
junto con los otros ochenta y uno
y sus sueños y sus miedos
y sus batallas por pelear
y el hálito de Casandra en la nuca
(ese mismo que te persiguió en Angola
y te alcanzó en Bolivia,
donde sí quemaron el caballo de Troya)
y balas, víveres y argamasa de futuro,
sangre, carne, esqueleto y rabia
sobre la cubierta de un Granma
que sedujo con finura al río Tuxpan,
le hizo el amor al Golfo de México
y se encontró con el abrazo sediento de Santiago,
hasta dar a luz
a quienes desde la isla sagrada
le prenderían fuego al mundo
y a la serpiente le hollarían la cabeza.

Mi querido Ernesto, nunca me conociste,
ni a los miles, cientos de miles,
que engendraste en el mayo francés,
en cada asamblea de la defeña Ciudad Universitaria,
en las selvas de Nicaragua y El Salvador,
y con muchos de ellos sucumbiste mil y una veces
en Tlatelolco, en el Corpus del setenta y uno,
en las trizas del septiembre de La Moneda
y en el Acteal chiapaneco.

Y aunque como Job
parecías haberte quedado solo
entre el asma, el hisopo romano
que en lugar de vinagre
contenía orines,
entre la herrumbre del rifle
y las garras en las tripas,
todos te acompañamos en esos días,
no sólo aquella maestra boliviana
que en ti vio al Cristo doloroso
en esa escuela desastrada,
en medio del enjambre verde
y el esputo de los fariseos,
sin poder enjugar tus pies con el cabello
ni aderezar tu cuerpo con mirra
y perfume de nardo.

Ahí estábamos nosotros también,
en el polvo argentino, mexicano, cubano,
angoleño, boliviano,
nosotros, los de los setenta, los de los ochenta,
y Zapata y Villa y Sandino
y la República española
y Cabañas y Bolívar,
Gandhi, Luther King,
y Martí por supuesto,
y los punks y los darks,
y los sin nombre,
todos lo que aún pensamos,
queridísimo Guevara,
que la vida no está en el PIB,
ni en la contraseña de una cuenta suiza,
ni en las promesas enmohecidas,
sino en la sorpresa del niño
que aprendió a leer,
en el abrazo del abuelo
que no tiene que extender la mano,
en la ausencia de hombres y mujeres marchitos,
niñas y niños viejos, sin niñez,
fuera de la reja de Catedral, o en las calles de La Merced,
con el letrero a cuestas de “hago lo que sea, vendo lo que sea,
te hago lo que sea, me acuesto como sea
y donde sea, me vendo”,
y en la miríada de voces que a diario
se cuelan entre el papel, en el radio,
en la imagen móvil, en el aleph electrónico,
en las plazas, sin que nadie las acalle.

A ti sí te recordamos, Che,
joven a los ochenta, a los cien, al infinito,
y bien lo supiste desde que aparecimos en tu sueños,
poco antes de que la nube estruendosa y artera
no sólo quisiera marcar tus manos, pies y costado,
sino también crucificarte en el olvido
de la tumba sin nombre.

A ellos, quienes no pudieron horadar tu memoria,
ya los tenemos olvidados,
sin piel, sin músculo, sin huesos, sin aliento,
aunque a veces quieran colarse
en el óxido de los desfiles.
Por favor, a ellos no los perdones, no,
pues sí saben lo que hicieron.

Ciudad de México, junio de 2008.

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lunes, 29 de diciembre de 2008

El encuentro con el amoxtlacuilo (2)




Por Tomás Hidalgo Nava
Era ya muy tarde como para ponerme a buscar el jardín del tlacuilo. Caminé algunas cuadras por la avenida cercana al embarcadero y decidí acomodarme en el porche de alguna puerta para volver a dormirme. Encontré un excelente lugar, ni tan oscuro ni tan luminoso, pero de inmediato me di cuenta de que alguien se me había adelantado. Un hombre calzado con huaraches, con un gorro de estambre, pantalones y camisa de manta —todas estas prendas de color blanco— yacía sobre la loseta roja afuera de aquella casa hecha de piedra volcánica y tejas. Junto a él estaba acostado un animal que en ese momento no pude reconocer. Al acercarme, no alcancé a distinguir el rostro del sujeto, pues con uno de sus brazos se lo cubría para proteger sus ojos de la luz proveniente de los arbotantes de la calle y de los faros de los autos, microbuses y camiones que circulaban por la avenida en medio de la madrugada. Alcancé a ver en su barbilla una piocha rala y me percaté de que el hombre tiritaba de frío. Bajo mi brazo traía yo aún el periódico del día, por lo que decidí extenderlo para cubrir al desdichado aquel. Lo hice lo más rápido que me fue posible, ya que el animal empezó a gruñir y a mostrarme unos colmillos que brillaban como dagas. La cara de Barack Obama quedó muy cerca de la piocha del sujeto, mientras que la noticia de varias ejecuciones en Sinaloa le tapó los pies junto con una foto de Shakira meneando las caderas en algún concierto. Los gruñidos se transformaron en francos ladridos y en una mordida que se me clavó en la mano izquierda, con la que escribo. Comencé a correr sin mirar a atrás, pues supuse que aquel monstruo no se conformaría con una sola tarascada, sino que iba a comerme vivo, sin miramientos, hasta dejarme en los huesos. El morral que llevaba a cuestas me dificultó la carrera y hasta quise parar a acomodármelo mejor en el hombro, pero mejor no me arriesgué. Ni siquiera me detuve a recoger un libro que se me cayó, Alguien tiene que perder, de César Gándara, un excelente amigo del trabajo (por cierto, léanlo; contiene dos novelas cortas muy buenas). ¡Lástima! Apenas lo había conseguido y ya estaba en las últimas páginas.

Di la vuelta en una calle completamente oscura y continué corriendo, sin ver nada en absoluto, con el corazón en la boca y un resuello parecido al de un motor desbielado. Tropecé con lo que parecía ser la raíz de un árbol o un desnivel en el pavimento, y caí de panza sobre la banqueta. Aterricé muy cerca del porche de una casa con una enorme puerta de madera vieja. Había una lucecita muy tenue, casi como una luciérnaga, que iluminaba el timbre de la casa. Me recosté en el piso del porche y coloqué la cabeza sobre mi morral. Hacía un frío casi canadiense, pero esto no impidió que me quedara dormido de inmediato, prácticamente noqueado.







Soñé con el rostro de aquel anciano que con su mirada me arponeó y me enganchó hacía un par de tardes al lado de la Catedral Metropolitana. También apareció en mi sueño aquella mujer indígena, de rostro limpio y cabellera abundante. La vi besar mi frente, mi mano izquierda —como ya dije, la misma con la que escribo y la que ahora estaba cubierta de sangre por la mordida del animal—, mis ojos, para al fin soplar desde sus labios una brisa leve, con aroma a hierbabuena, que entró por mi boca. Al cabo de ello, empecé a vomitar una serie de símbolos que para mí eran ilegibles. El sabor de ese vómito era dulce en algunos momentos y picante en otros. Miré la cara de la niña-mujer, la cual me sonreía. Sus ojos eran tan grandes y negros que parecían dos cavernas que ocultaban miles de misterios. Pero de pronto las dos pozas oscuras, en las cuales me había sumergido por un instante, cambiaron a un color entre miel y amarillento. Eran los ojos del animal que me mordió. La sonrisa se convirtió en un rictus, y del hocico canino surgían los colmillos aún con algunas gotas de sangre. De entre su lengua surgían también símbolos similares a los que yo mismo había vomitado. Esta vez, en lugar de morderme, lamió mi cara y también mi mano herida, tras lo cual lancé un grito que me hizo despertar.
Al abrir los ojos, noté casi frente a mí a una señora rechoncha que vendía tamales y atole. La mujer se me quedó viendo espantada. Lo mismo hicieron dos o tres transeúntes que estaban comiéndose unas guajolotas y bebiendo un atole para entrar en calor junto a la olla de los tamales y el anafre. Las agujas del frío se me incrustaron en el rostro y en las manos. Por fortuna alguien me había hecho la caridad de taparme con un jorongo. A mi lado había un ejemplar del periódico del día anterior. Estaba bien doblado y acomodado, con la cara de Obama sonriéndome desde la primera plana y las caderas de Shakira dándome los buenos días.
De inmediato me incorporé, me coloqué el jorongo y guardé el diario en mi morral. Me aproximé a la señora tamalera, quien se quedó boquiabierta al ver los dos orificios rojos en el dorso de mi mano izquierda cuando le extendí ésta para pedirle un tamal oaxaqueño de mole y un atole de arroz. De seguro pensó que era yo un indigente, pues de inmediato me espetó un “¿tiene con qué pagar?”. De la bolsa de mi pantalón salió Benito Juárez a mi rescate. Le entregué el billete a la señora de carnes abundantes y lo tomó con cierto recelo, observándolo con sus lentes de fondo de botella y buscando cerciorarse de que Juárez no era un impostor. Me devoré el tamal con una fruición digna de alguien que hubiese dejado de comer diez días al hilo. No pude hacer lo mismo con el atole, pues con el primer trago me cocí la lengua de tan caliente que estaba. “¡Chale, me quemé!”, grité. La señora de lentes de telescopio me aventó una mirada con la que de seguro me estaba diciendo: “Pues claro, trinche chango, es atole, y el atole tiene que estar así de caliente”.
Después de casi calcinarme la lengua con el segundo trago, pasó un repartidor de periódico en una bicicleta y me tiró el vaso de atole encima del jorongo. “No manches, carnal, págame mi desayuno”. Pero el muy animal se siguió de largo y hasta me la mentó con el brazo. “Ni pex”, pensé. Y de inmediato le mostré el mapa que llevaba en mi morral a uno de los devoradores de tamales que estaban a mi lado. “Váyase por esa calle derecho y después dé vuelta en la segunda cuadra a la izquierda. Ahí va a ver una tortillería. A la siguiente cuadra métase a la derecha, y ahí pregunte porque ya no me acuerdo bien”. Siempre suele ser así la cosa. “Mejor no me ayudes, compadre”, musité entre dientes.

Comencé a caminar tratando de ubicar las calles en el mapa. Unos minutos más tarde sentí que algo me sobrevoló y hasta me abanicó el cabello, el cual estaba muy alborotado por haber dormido con el jorongo encima de la cabeza. Vi pasar un pajarraco bastante grande cuyo ulular me enchinó la piel. ¿Qué hacía un búho (o tecolote, como le decimos en México) en plena ciudad y a estas horas de la mañana? Era casi como ver una manada de toros corriendo en pleno viaducto, lo cual, por cierto, sí ocurrió hace algunos años, para espanto de varios conductores que, al pasar por ahí en la madrugada, pensaron que estaban sufriendo de algún delirium tremens a causa del alcohol.

En varias ocasiones he visto una escandalosa parvada de cotorros que suele volar sobre la zona de Cuemanco e incluso en Coapa, pero jamás me había topado con un tecolote. Recordé entonces al búho de Bless Me, Ultima, del escritor mexicano-estadounidense Rudolfo Anaya, gurú de la literatura chicana (si lo desean, pueden ver la tesis que hice sobre este autor en http://contentdm.lib.byu.edu/ETD/image/etd483.pdf). En esta novela, un tecolote es el protector del niño protagonista. Al acordarme de la gran ayuda que el pequeño recibió por parte del ave y de la importancia del tecolote como símbolo de magia y sabiduría en las culturas indígenas de México y Estados Unidos, decidí seguir al ave. Al parecer, ésta se sabía a la perfección el camino que se indicaba en el mapa que el tlacuilo me dio. Llegué a la zona turística del embarcadero, adonde los remeros estaban lavando la cubierta de sus trajineras, todas ellas con nombre de mujer. Seguramente ese día no tendrían mucha clientela debido a que era miércoles. Pero ni modo, debían hacer su luchita. Algunos de ellos se abalanzaron sobre mí como una jauría en pos de un conejo. “Se lo dejo barato, güerito, con un chesco o chela incluidos, mi buen… Ándele, mai, anímese al paseo… Se lo dejo en doscientos varos”. Pero yo los hice a un lado para continuar persiguiendo al tecolote, que iba como a cinco metros delante de mí. Me hizo salir de la zona turística y me llevó por unos sembrados y luego por una nopalera. Estuve a punto de tropezarme dos veces sobre las pencas de nopal. La espinada hubiera estado del cocol.
El pajarraco se posó en la rama de un árbol y comenzó a ulular con mayor volumen. Al bajar la mirada, me di cuenta de que habíamos llegado a un pequeño canal y justo ahí estaba un hombre vestido de blanco, calzado con huaraches y con una piocha rala. Junto a él, atado con una cuerda, había algo parecido a un perro. Sus ojos eran los mismos que vi en mi sueño, amarillentos e hiponitzantes. Claro, ¿cómo no lo había reconocido? Era un coyote. Quise salir corriendo, pero el búho me lo impidió al revolotear a mi alrededor. El hombre de blanco llevaba una especie de remo en la mano derecha. Con la izquierda me señaló una pequeña canoa que estaba en la orilla del canal. La sonrisa del sujeto me hizo sentir confianza y acepté subir a la canoa. Me senté en una cubeta y el coyote se acostó a mi lado. Lo acaricié y me lamió la herida en la mano. El hombre empezó a remar. "¿Le hizo buena compañía Shakira anoche?", preguntó mientras movía el remo.

Continuará…
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jueves, 18 de diciembre de 2008

El encuentro con el amoxtlacuilo (1)











Por Tomás Hidalgo Nava




La primera vez que vi al tlacuilo me provocó cierto miedo. Acababa yo de ser vomitado por la estación del metro Zócalo, en medio de una horda de burócratas con el almuerzo en bolsas de supermercado, darkies con decenas de perforaciones y turistas gringos, españoles, chinos y hasta polacos y checos, así como testigos de Jehová que anunciaban el fin de los tiempos. La campana de la catedral se entremezclaba con los tambores aztecas, el sonido de un organillero que tocaba La Bikina y el ulular de una sirena que procedía de aquella patrulla de policía que terminó por dar vuelta en la calle de Tacuba. El águila mexicana revoloteaba entre el verde, blanco y rojo de la bandera monumental. Me detuve un momento a mirarla y en silencio le advertí al águila que no se fiara de la serpiente. Aunque la tuviera apergollada del cuello, ésta podía aún dar una dentellada certera.

Era diciembre, el Zócalo, con todo y su pista de hielo, iglúes, árbol de Navidad descomunal y sus Alpes artificiales, parece el injerto de la tundra finlandesa en el ombligo de lo que fue el imperio azteca. Este paisaje constrastaba con la multitud de maestros reunidos a un lado del Zócalo, a punto de realizar una marcha para exigir mejoras laborales y salariales, y con las decenas de hombres sin piernas y brazos que pedían limosna frente a la entrada principal de la catedral metropolitana.

También al lado de la catedral estaban los plomeros, electricistas y albañiles a la espera de que alguien les diera empleo por un día. "Sólo por hoy", al estilo de los alcohólicos anónimos. Frente a ellos, un grupo de danzantes bailaba al ritmo de los tambores, entre humo de copal, con penachos multicolores en la cabeza, taparrabos, hombreras y demás aditamentos que hacían recordar la exuberancia de lo que fue México-Tenochtitlan.

Y a pesar del tumulto, el anciano me miraba sólo a mí. Sentí la atracción de sus ojos entrecerrados, similares a los del águila de la bandera. Vi sus labios moverse como queriendo decirme algo. A pesar del ruido de la ciudad y de la gente, su voz me envolvió con la dulzura y cadencia de la lengua de mis ancestros, el náhuatl. “Cruza el umbral del jardín del tlacuilo”, me dijo el viejo, con un sonido similar al de las conchas que los danzantes llevaban en sus pantorrillas. Shhhhhhhhhhhhh. Un sonido semejante al del mar dentro de un caracol. Estaba a más de cinco metros de mí, sentado en una de las jardineras, muy cerca de los charlatanes que leen el tarot y hacen limpias. “La magia de las palabras te espera”, expresó mientras me hacía una seña con la mano para que me aproximara. Medio hipnotizado, medio zombi, me senté junto a él. En un pequeño trozo de papel amate había dibujado un mapa que me guiaba hacia Xochimilco. Yo no sé hablar náhuatl; sólo comprendo algunas frases y palabras. Sin embargo, en aquella ocasión entendí de manera fluida la lengua del amoxtlacuilo, el escribano de libros. “Entra al jardín del tlacuilo”, me repitió. “Construye con él las puertas de miles de mundos”, expresó. Al extenderme el trozo de papel, pude ver en su antebrazo el símbolo de la palabra, esa especie de lombriz enrollada que sale de la boca del sacerdote. Con su otra mano tomó mi brazo y en él dibujó el rostro de un coyote, del cual también salía la palabra. Me pidió cerrar los ojos y sentir el palpitar de los tambores. “La poesía es el corazón del hombre, que bombea la palabra hasta los lugares más sensibles del cuerpo, de la mente, del espíritu”, pensé de inmediato. Al abrir los ojos, el tlacuilo ya no estaba ahí. Sólo había frente a mí una mujer de rasgos indígenas, casi una niña, con un bebé a cuestas y con la mano estirada solicitándome una moneda. Cuando vio el coyote en mi brazo, acercó sus labios y lo besó. "Amamachioni, tlacuilo, coyotl tlamatcatzintli", dijo con los ojos entrecerrados. Acarició la efigie del animal y se llevó la mano al corazón y después a los labios. Se sentó a mi lado y comenzó a amamantar a su pequeño.

Días más tarde, al regresar a casa en el microbús, me quedé dormido y pasé de largo del lugar adonde debía bajarme. Aparecí en Xochimilco y esperé al amanecer para ir al lugar donde estaba el jardín del tlacuilo. Nadie supo explicarme cómo seguir el pequeño mapa. Mi destino era encontrar por mí mismo la senda en medio de los canales de agua y de las chinampas. La magia de la palabra empezaría entonces. Y ahora la comparto. Atrévanse a cruzar el umbral, o mejor dicho, las miles de puertas, e instalarse en el amoxcalli, el templo de la palabra.

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