La primera vez que vi al tlacuilo me provocó cierto miedo. Acababa yo de ser vomitado por la estación del metro Zócalo, en medio de una horda de burócratas con el almuerzo en bolsas de supermercado, darkies con decenas de perforaciones y turistas gringos, españoles, chinos y hasta polacos y checos, así como testigos de Jehová que anunciaban el fin de los tiempos. La campana de la catedral se entremezclaba con los tambores aztecas, el sonido de un organillero que tocaba La Bikina y el ulular de una sirena que procedía de aquella patrulla de policía que terminó por dar vuelta en la calle de Tacuba. El águila mexicana revoloteaba entre el verde, blanco y rojo de la bandera monumental. Me detuve un momento a mirarla y en silencio le advertí al águila que no se fiara de la serpiente. Aunque la tuviera apergollada del cuello, ésta podía aún dar una dentellada certera.
Era diciembre, el Zócalo, con todo y su pista de hielo, iglúes, árbol de Navidad descomunal y sus Alpes artificiales, parece el injerto de la tundra finlandesa en el ombligo de lo que fue el imperio azteca. Este paisaje constrastaba con la multitud de maestros reunidos a un lado del Zócalo, a punto de realizar una marcha para exigir mejoras laborales y salariales, y con las decenas de hombres sin piernas y brazos que pedían limosna frente a la entrada principal de la catedral metropolitana.
También al lado de la catedral estaban los plomeros, electricistas y albañiles a la espera de que alguien les diera empleo por un día. "Sólo por hoy", al estilo de los alcohólicos anónimos. Frente a ellos, un grupo de danzantes bailaba al ritmo de los tambores, entre humo de copal, con penachos multicolores en la cabeza, taparrabos, hombreras y demás aditamentos que hacían recordar la exuberancia de lo que fue México-Tenochtitlan.
Y a pesar del tumulto, el anciano me miraba sólo a mí. Sentí la atracción de sus ojos entrecerrados, similares a los del águila de la bandera. Vi sus labios moverse como queriendo decirme algo. A pesar del ruido de la ciudad y de la gente, su voz me envolvió con la dulzura y cadencia de la lengua de mis ancestros, el náhuatl. “Cruza el umbral del jardín del tlacuilo”, me dijo el viejo, con un sonido similar al de las conchas que los danzantes llevaban en sus pantorrillas. Shhhhhhhhhhhhh. Un sonido semejante al del mar dentro de un caracol. Estaba a más de cinco metros de mí, sentado en una de las jardineras, muy cerca de los charlatanes que leen el tarot y hacen limpias. “La magia de las palabras te espera”, expresó mientras me hacía una seña con la mano para que me aproximara. Medio hipnotizado, medio zombi, me senté junto a él. En un pequeño trozo de papel amate había dibujado un mapa que me guiaba hacia Xochimilco. Yo no sé hablar náhuatl; sólo comprendo algunas frases y palabras. Sin embargo, en aquella ocasión entendí de manera fluida la lengua del amoxtlacuilo, el escribano de libros. “Entra al jardín del tlacuilo”, me repitió. “Construye con él las puertas de miles de mundos”, expresó. Al extenderme el trozo de papel, pude ver en su antebrazo el símbolo de la palabra, esa especie de lombriz enrollada que sale de la boca del sacerdote. Con su otra mano tomó mi brazo y en él dibujó el rostro de un coyote, del cual también salía la palabra. Me pidió cerrar los ojos y sentir el palpitar de los tambores. “La poesía es el corazón del hombre, que bombea la palabra hasta los lugares más sensibles del cuerpo, de la mente, del espíritu”, pensé de inmediato. Al abrir los ojos, el tlacuilo ya no estaba ahí. Sólo había frente a mí una mujer de rasgos indígenas, casi una niña, con un bebé a cuestas y con la mano estirada solicitándome una moneda. Cuando vio el coyote en mi brazo, acercó sus labios y lo besó. "Amamachioni, tlacuilo, coyotl tlamatcatzintli", dijo con los ojos entrecerrados. Acarició la efigie del animal y se llevó la mano al corazón y después a los labios. Se sentó a mi lado y comenzó a amamantar a su pequeño.
Días más tarde, al regresar a casa en el microbús, me quedé dormido y pasé de largo del lugar adonde debía bajarme. Aparecí en Xochimilco y esperé al amanecer para ir al lugar donde estaba el jardín del tlacuilo. Nadie supo explicarme cómo seguir el pequeño mapa. Mi destino era encontrar por mí mismo la senda en medio de los canales de agua y de las chinampas. La magia de la palabra empezaría entonces. Y ahora la comparto. Atrévanse a cruzar el umbral, o mejor dicho, las miles de puertas, e instalarse en el amoxcalli, el templo de la palabra.
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