miércoles, 17 de junio de 2009

El camino de Di Flori


“…mejor te es que se pierda uno de tus miembros,
y no que todo tu cuerpo sea echado en el infierno”.
San Mateo 5:30


Por Tomás Hidalgo Nava

Cuando Catalina de Santillana entró como novicia al convento, el tabernero vio florecer su negocio. Hordas de buenos mozos, plebeyos e hidalgos, procedentes de los establos, de los talleres de artesanos y de la corte, diluyeron su pena en los odres del vino. Muchos de ellos lo intentaron todo para ganar sus favores: cartas lacradas que nunca fueron abiertas, poemas cantados por juglares a los que cerró sus oídos, sedas y esencias traídas de al-Ándalus y que acabaron como caridad para los pobres. A su paso dejaba una especie de polvo luminoso y, al mismo tiempo, una estela de muerte. Pere López, el herrero, se fracturó la muñeca sobre el yunque al mirarla pasar en su vestido de lino; Ruy de Narváez acabó tendido sobre el empedrado, con los intestinos atravesados por una cimitarra, tras perder el duelo ante Ibrahim, un comerciante de Granada, quien juró en convertirse en cristiano si la joven le concedía una noche, tan sólo una. Pero ella no tenía más ojos ni vida que para el Sagrado Corazón. Siempre que la doncella acudía a rezar ante el Santísimo, la iglesia lucía repleta y el peculio de la limosna rebosaba. De buenas a primeras, todos se convirtieron en los más devotos, a pesar de que entre ellos había facinerosos, ganapanes y salteadores de caminos. Varios de ellos peregrinaron a Tierra Santa y volvieron con alguna reliquia para ella.


Fray Bruno di Flori trató de convencerla de no profesar en la orden del Carmelo, de la cual era él su principal confesor. Di Flori temía caer de nuevo ante la astucia de Belcebú, quien solía poner frente a él a novicias, monjas y beatas de hermoso aspecto. Y si acaso eran feas o de aliento a olla podrida, el diablo las disfrazaba de querubes ante sus ojos y las perfumaba de nardo. Desde la última vez que cayó, unos cinco o seis años atrás, cuando vivía en Roma, los baños con agua helada en el río, las horas interminables con el cilicio mordiéndole los muslos, las noches de flagelación con el azote de punta de hueso y los ayunos hasta la caída de la noche le ayudaron a mantener a raya al diablo y sus huestes. Sus superiores lo habían amenazado con la suspensión a divinis si no se regeneraba, y por fin logró mantenerse firme, implacable como San Miguel con el dragón bajo sus pies. Decidió entonces dejar Roma y alejarse de la corte pontificia para seguir el camino de Santiago e ir a las Hispanias a convertir a moros, ladinos y cristianos que poco tenían de tales. Pero su apostolado empezó a derrumbarse aquel domingo de Pascua, cuando vio por primera vez a Catalina frente a él, con los ojos cerrados y la boca entreabierta para recibir la comunión. Sus labios de atardecer, su piel de luz y su aroma de oliva negra e higo lo encarcelaron desde entonces. Tardó varios minutos en controlar el temblor de su mano y derramó el cáliz del vino sobre el pecho de doña Cándida Pantoja, una de las principales damas del villorrio. Ante Catalina no serviría ninguna penitencia, ni preventiva ni correctiva. Su gran duda era cómo Dios podía permitirle al Maligno valerse de un ángel para hacer caer a un sacerdote. Aunque recordó al Santo Job, fiel, inamovible, incólume, a quien Satanás buscó destruir con la anuencia del Altísimo.


Aquella tarde, Di Flori esperaba a Catalina para la confesión. Cuando Juancho, el novicio que solía asistirle, entró a su celda a avisarle que ella había llegado, lo halló con el torso desnudo y varias marcas en la espalda, el flagelo en la diestra y una daga en la siniestra. En voz alta recitaba aquel pasaje de los Santos Evangelios en el que Jesús recomendaba cortar aquello que lo llevara a uno al pecado, antes de perder todo el cuerpo en el infierno: “…proice abs te expedit tibi ut pereat unum membrorum tuorum quam totum corpus tuum eat in gehennam”. Juancho intentó salir corriendo a disuadir a Catalina de entrar a la celda, pero Di Flori logró golpearlo en la cabeza con un candelero de hierro y lo hizo caer como fardo cerca del umbral. Di Flori oprimió con fuerza la daga para ejecutar su plan. “…expedit tibi ut pereat unum membrorum tuorum quam totum corpus tuum eat in gehennam”, repitió. Un grito cercenó el silencio justo en el momento en que Catalina entró. Antes de derrumbarse, Di Flori sostuvo en la mano aquella mezcla de carne y sangre y la extendió hacia ella como ofrenda. “No pudiste, Satanás, no pudiste”, dijo entre carcajadas.

Di Flori se desangró antes de que lograran recostarlo sobre una de las mesas del refectorio para atenderlo. Días más tarde, el Santo Oficio decretó que Catalina muriera en el garrote antes de ser quemada. “La muy hechicera lo tenía embrujado”, sentenció Fray Justo de Valdés. El día en que la ejecutaron, a su lado había varios conversos que habían sido sorprendidos en los ritos del Shabat. Todos ellos gemían y vociferaban, mientras Catalina permanecía en silencio, mirando extasiada la cruz en la cúspide de la iglesia. Murió tranquila, con la cara luminosa, mientras decenas de torcazas revoloteaban a su alrededor sobre la plaza. Esa noche, casi todos los hombres del villorrio, incluidos Ibrahim, Pere el herrero y hasta el anciano Lucas, siguieron el camino de Di Flori. Por muchos años no hubo nacimientos en el pueblo.

En plena Reconquista, Di Flori fue canonizado y se le conoció como San Bruno, predicador, eunuco y mártir. En cambio, la gente olvidó el sitio donde yacía Catalina, pues el Santo Oficio pidió exterminar todas las torcazas que sobrevolaban la tumba de aquella novicia, encima de la cual nadie colocó una cruz ni derramó agua bendita.
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lunes, 19 de enero de 2009

El niño perdido








Por Tomás Hidalgo Nava








En este pueblo nunca pasaba nada, hasta que se perdió el niño. Claro, señor cura, que no faltaba que de vez en cuando Willy, el gringo borracho y greñudo que se vino hace más de treinta años a esconder acá para no ir a Vietnam, se creyera el mismísimo Pancho Villa después de dos o tres jarros de tequila y comenzara a mentar madres en plena calle Eusebio Kino —la única que hay en San Ciriaco— a bigotones y lampiños por parejo, y a chulear y a querer meter mano a toda prietita que viniera de la última misa, hasta que alguna de ellas, con un cuchillo cebollero o hasta con un machete, se lo pusiera en su lugar. Faltaba más. No, si le digo que aquí las viejas mandamos, verdá de Dió. Cuando los narcos vienen a darles chamba a nuestros maridos en la siembra de la hierba, hablan con nosotras para ver de a cómo van a pagar la jornada. Y a ellos ni los miran, hasta que los trepan como chivas a las camionetas.

Pero esa vez, cuando desapareció el niño, la cosa fue distinta y hasta el respeto nos perdieron. Esos jijos de la... Perdone, padrecito, ya sé que estamos en un lugar santo, pero es que nomás de acordarme, se me carga la mohína en la lengua. Los maridos venían de darle al jale en el rancho de doña Sixta y nosotras estábamos amasando y palmeando las tortillas cuando la nube de polvo empezó a levantarse en el camino de terracería. De en medio de ella salió la plaga: una, dos, tres, cuatro, cinco trocas y hasta un camión de redilas. Así, todavía entre la polvareda, aparecieron los judiciales, vestidos con camiseta, gorra y pantalones negros, a pesar del sol de cuarenta y dos grados que llevaban cargando sobre la espalda.

Esos vatos renegridos, con lentes oscuros, tan oscuros como su propio cuero, empezaron a disparar al aire, y, sin más, tiraron a patadas los cercos y se metieron a las casas. Venían desde La Paz porque alguien había reportado la desaparición del niño. De seguro fue la Chuy, pues era la más mortificada y la más lenguasuelta. Ella es a la que más le pudo que se perdiera el niño. Pero a esos jijos de su mala sangre —perdone otra vez, señor cura— poco les importaba en ese momento el niño: tenían harta hambre y querían tragar. Las de más edad no se resistieron y, sin decir palabra, así, como ánimas mudas, sirvieron los frijoles, la machaca, las tortillas de harina y hasta las cervezas que eran para nuestros viejos. En cambio, las más jóvenes sí armamos borlote, como la Lucha, la más hábil con el cuchillo cebollero. Pero esta vez no le sirvió para un carajo. Tampoco su lengua —con la que espantaba hasta a las mismas culebras— funcionó para ahuyentar a estas alimañas. Al escuchar las patadas en su puerta, empezó a mentar madres y a amenazar con ensartarles los huevos. Entraron como bueyes yunteros que van al aljibe con harta sed, y ella quiso ponerle a uno de ellos el cuchillo en el cogote. La Lucha no les sacó más que la risa, y ella recibió, como patadas de burro, dos culatazos en la cara y uno en el estómago. Dos muelas rodaron por el piso. Le hicieron garras el vestido, y así, al puritito natural, la obligaron a darles de comer. Se chuparon toda la cerveza que ella guardaba para los seis meses siguientes, para cuando su esposo llegara de Riverside, y después la tumbaron en la hamaca. Ya se imaginará, padre. De ahí no se pudo parar en tres días.

Con la tripa llena, la botella en una mano y la escopeta en la otra, arrempujaron a todo el pueblo hacia el atrio de la iglesia. El padre Calixto, el que estuvo antes que usté, se paró en la entrada del atrio con los brazos en cruz. “Vade retro, Satanás; vade retro, Lucifer”, gritó junto con otros latinajos. Y hasta sacó un frasquito con agua bendita y la aventó sobre los renegridos. Pobre padrecito, quedó como el Nazareno en viernes santo. Y los muy cabestros hicieron pasar a todos, uno por uno, a la sacristía. Había pocos hombres, pues casi todos nuestros viejos se habían ido al otro lado, con los gringos, a la pizca de la fresa. Pero los pocos que quedaban pasaron a la preguntadera. Que dónde estaban cuando se perdió el niño, que quién andaba cerquita de él, que quién pudo haber sido. Casi todos salieron chimuelos, medio cojos y con las corvas chuecas. El gringo Willy, quien se la vive ladrando y espantando hasta al mismísimo patas de cabra, apareció mansito, como pichón desplumado. Fingió que no sabía hablar español y le raparon la pelambrera güera y piojosa. Caminaba tal como si hubiera montado una acémila terca en el monte por más de una semana. “Guasamara, guasamara, guatsgoinón”, le preguntamos. Iba paso a pasito, sin mirar a naiden, con el sanababiche en los labios. Incluso se le olvidó cómo se mienta la madre en español.

Con nosotras las hembras usaron otros modos. Casi ni nos interrogaron sobre el niño. Sacaron el vino de consagrar y prendieron el radio del curita. Todas bailamos quebradita con los gorilas, y entre sobada y sobada nos preguntaron si teníamos marido o no, a qué horas se ausentaba de la casa, o si se había ido al otro lado a buscar jale.

Todas tomamos el interrogatorio como una manda, y yo hasta se lo ofrecí como penitencia a la Virgencita del Rosario. Pero la única que no lo vio así fue doña Crisanta Culebro, la presidenta municipal y señora de armas tomar. En el momento en que uno de esos vatos quiso hallar posada para su manaza debajo de la enagua de la Chanta, ella le plantó un rodillazo entre las piernas, le mordió la oreja hasta quedarse con un trozo entre los dientes, agarró una de las seis botellas de vino que ya estaban vacías y se la hizo cachitos en la tatema. Crac. Dicen que la cabeza del gorila sonó como maceta que cae al piso. “¡Ahí tienen su quebradita, cabrones! Para que vayan aprendiendo que aquí mando yo”. Dispénseme, padrecito, agrégueme tres avemarías, pero así les gritó, y hasta el atrio llegaron los alaridos de la Chanta. Con la navaja de barbero con que el padre Calixto despabilaba los cirios, le quitaron el cuero de las plantas de los pies a la desdichada, así, como viles filetes que le aventaron al perro pinto del cura, que se los jambó de dos tarascadas. La Chanta salió gateando de la sacristía, sin cejas ni trenzas y con un ojo de huitlacoche. Desde la sierra, el sol nos dio la espalda y todo se puso negro. Naiden quiso prender las lámparas de petróleo ni echar a andar la planta de luz, y tampoco naiden quiso dormir. Es más, desde entonces no se puede pegar la pestaña en este pueblo.

Esa noche, la única luz que se veía era la de la fogata que aquellos changos prendieron en la calle Kino, y usaron como leña dos bancas de la parroquia. Del niño no se habló en mucho tiempo.

En los días siguientes llegaron todavía más gorilas de lente oscuro. Naiden podía salir ni entrar de San Ciriaco; sólo ellos. Bueno, también algunos de nuestros viejos salían. Los judiciales le cobraban una cuota a Pompeyo Cabanillas, el mero jefe de los narcos, para que los pocos hombres del pueblo fueran a cosechar la hierba y a empaquetarla. Además, cuando nuestros maridos recibían el jornal, les pedían, a punta de pistola, una cooperación voluntaria. El propio don Pompeyo decía que así el bisne no le convenía, pero cuando les insinuó que ya no les daría más lana, ellos prometieron darle el beso de Judas y echarle encima al ejército. “N’hombre, muchachos, no hay necesidad de alebrestar a los verdes. Era sólo carrilla. Nomás les pido que no golpeen tanto a estos vatos. Me han dejado a estos gallos demasiado espoleados y así no me rinden”, dicen que dijo el Pompeyo al momento de entregarles los billetes junto con unos paquetitos de la mejor hierba para que le dieran el visto bueno. Aceptó además entrarle con ellos al negocio que estaban a punto de abrir en el pueblo.

Con nosotras ya ni trataba el méndigo ruco, y le hizo el feo hasta a la Lucha, su favorita, a quien meses atrás le trajo de Calexico un perfumito, unos zapatos dorados y una grabadora. Aquella ocasión se la había llevado de paseo durante varios días a Rosarito, mientras el marido le tupía duro al corte de la hierba. Ella era la más agraciada de todas, pero ahora se encontraba irreconocible, sentada a la sombra del tejabán, con la mirada hacia el monte, perdida, como la Dolorosa que está en el altar, con sus ojos de canica inmóviles. Los moretones y la sangre seca le maquillaban la cara, los brazos, las piernas.

Cuando pensamos que la desgracia ya se había conformado con agarrarnos de las patas, se le ocurrió trepársenos hasta el cogote. Quince días después de que esos zopilotes de lente oscuro cayeron sobre San Ciriaco, sus camionetas llegaron cargadas de güilas. Se las trajeron desde Tijuana, y como su madrota tenía muchas deudas de protección con los judiciales, las convenció de venir al pueblo para expandir el negocio. Al bajarse de las trocas, aparecieron con bikinis para enseñar la mercancía, zapatos de tacón alto y, aunque casi todas eran más prietas que la noche en descampado, algunas se sentían muy californianas con sus greñas pintadas de güero. Otras habían preferido el color zanahoria y el betabel. Ésa fue la primera vez que vi a la Colorina.

El caso es que les habían prometido que las meterían en un hotel con alberca, palapas, televisión a color, agua caliente... y que después de un tiempo se las llevarían de gira para chambear en el teiboldans. Chance y hasta a Las Vegas irían. Pero ¿cuál alberca? Lo más parecido es la fuente con renacuajos que hay en el atrio de la iglesia. ¿Cuál televisión? Aquí sólo veíamos en Semana Santa las películas que el padre Calixto proyectaba sobre una sábana blanca en la cantina de la Lucha. Y los segundos domingos de mes nos pasaba algunas de Cantinflas, pero se jodió el proyector una vez que se lo rentó al dueño del billar de San Crispín, el pueblo más cercano. El padre dijo que de seguro lo habían usado para pasar películas sucias y por eso algún ángel vino a tirar el aparato de los huacales sobre los que lo habían colocado.

Para despachar a la clientela, los zopilotes requisaron la cantina de la Lucha, así como dos o tres casas de al lado para que durmieran las muchachas. Al padre Calixto se le cayeron hasta los calzones y la dentadura postiza cuando vio todo aquello, y sobre todo cuando leyó el nombre que le pusieron en la entrada a su club familiar, como ellos le llamaban: “El jardín del Edén”. “Sodoma y Gomorra debería ser el nombre”, comentaba el padrecito en misa. Y aunque la lectura del evangelio de ese día tratara sobre las bodas de Caná o acerca de cuando Lázaro se petateó, siempre regresaba el padrecito al tema del burdel. A los pocos hombres que quedaban en el pueblo los hizo pasar al confesionario y les prohibió siquiera asomarse a la casa de Belcebú, como él le decía. Pero la penitencia de estos canijos duraba apenas lo que el sol en dormirse detrás de la sierra. Siempre estaban de vuelta para echarse una bailada y un retoce. Los que no tenían feria para pagar, hasta el alma vendían a los judiciales, quienes anotaban todo en un libro grandote que le robaron al padre Calixto y donde antes se registraban los bautismos, primeras comuniones y bodas. El único que no se paraba por ahí era mi viejo, pues la Colorina me enseñó todos sus secretos. Dicen que ella era la mejor y estoy segura de que sí, pues tenía chance de elegir a los clientes, y hasta don Pompeyo, cuando se enteró de que era vegetariana, le mandaba casi a diario huacales llenos de fruta cara para que le concediera una nochecita. Lo malo es que casi todas sus ganancias se las carranceaba el comandante de estos gorilas, el Oaxaco, que venía del sur. El tipo tenía cara de caballo y era chaparro, pero con unas manazas que parecían marros. La pobre Colorina tuvo que probar muchas veces sus correctivos cuando se hacía del rogar con él.

Ella y yo nos convertimos en buenas cuatas, aunque sólo nos veíamos a escondidas. Siempre me escabullí por detrás del corral de “El jardín del Edén”, y mientras ella distraía al judicial que estaba de guardia, podía meterme sin bronca al cuarto de la Colorina. Me encantaba su cama; parecía un barco por lo ancha, y también me gustaban su colcha de peluche rosa, el espejo en el techo y los pósters de Selena que pegó en la pared. Su tirada era juntar unos ahorritos para largarse a Las Vegas y ahí convertirse en díler, luego en cantante y ligarse a algún gringo jirafón con espalda de ropero. Alguna vez se pasó al otro lado, pero los polleros le hicieron lo que el padre Calixto nos contó que los romanos quisieron hacerle a Santa Lucía, y la dejaron a su perra suerte, todavía muy lejos de Yuma, sin agua ni comida. Luego la migra la regresó a Sonora.

Pero ni eso la desvió de su terquedad de irse al otro lado para desbancar a Selena y ser la nueva reina del tex-mex. Si usted la hubiera visto con sus vestidos de lentejuela y esas camisitas para enseñar el ombligo. Sí, padrecito, tiene razón, no debo despertar aquí calenturas. Usted me perdonará, pero la Colorina hacía ver a los ciegos y hablar a los mudos con sus manos santas y ese meneo que... ¡Ay padre, no es blasfemia! De veras que hizo mucho bien aquí. Al menos se les olvidaban a nuestros viejos las zarandeadas, moretones y huesos rotos que casi a diario les regalaban los zopilotes. No, si le digo que de ella aprendí hartas cosas. Me prestó un libro que aplicaba mucho y hasta me mostró de bulto cómo se tenía que usar. Creo que se llama “La cama suda”... Ándele, padre, el “Kama sutra”. La muy canija parecía contorsionista de circo, en serio.

Dicen que después de lo que le pasó en Yuma, decidió encomendarse a Santa Beretta, una pistola que guardaba abajo del colchón, y también a la Santa Muerte. Y sí, en su cuarto le había puesto un altarcito, y justo en la nalga derecha se hizo un tatuaje con la imagen de la huesuda. Me enseñó la oración que hay que rezarle antes de salir de la casa: “Muerte protectora y bendita, por la virtud que Dios te dio, quiero que me libres de todos los maleficios, peligros y enfermedades y que, en cambio, me des suerte, salud y...”. Está bien, padre, no se encabrite. Pero, quiéralo o no, es bien milagrosa, más que San Juditas Tadeo, aunque si uno le falla, paga mal. Y así le pagó a la Colorina.

El caso es que el rumor de que se había abierto “El jardín del Edén” se convirtió en lumbre y llegó no sólo a los pueblos vecinos, sino a San Isidro, Riverside, Yuma y yo creo que hasta a Pasadena, pues casi todos los que se habían ido de mojados regresaron para comprobar las leyendas que se contaban sobre la prieta de cabellos rojos y ojos verdes que curaba toda dolencia en la cama. Así, a los judiciales les llovió verde en su milpa, pues cobraron veinticinco dólares por el derecho de entrar a San Ciriaco, y cinco más por pasar a “El jardín”. Todas las señoras andaban bien mohínas, pues además de que sus viejos se echaron el gasto en el tequila y el bailongo, no querían salir del retoce con las güilas, y sobre todo con la Colorina. Con todo el jale que tuvo la canija, de seguro vio cada vez más cerca su escapada a Las Vegas.

Doña Cristanta fue la que empezó a alborotar el gallinero. De hecho, su marido fue la primera víctima. Don Apolonio llegó a su casa a gatas, después de varios litros de tequila y dos días de haber hallado posada entre los brazos y piernas de la Yaqui, la Jarochita y, por supuesto, la Colorina. Como recibimiento, Crisanta lo arrastró de la greña hasta el corral y lo aventó entre los cochis. Ahí lo encueró y luego se fue por una reata para amarrarle los pies y las manos. El Apolonio ni se daba cuenta de nada porque aún se sentía como en el circo, entre las contorsiones de la Colorina, hasta que aventó un alarido que hizo cimbrar la campana de la iglesia cuando Crisanta llegó con el machete bien afilado y, sin más miramientos, le cortó la herramienta de su pecado ante la mirada curiosa de los puercos. Pero ni así dejaron los hombres de escaparse a “El jardín”, aunque procuraban volver a sus casas con los cinco sentidos avispados. Oler un poquito del polvo blanco que vendían los judiciales era bueno para que se les pasara la borrachera.

Las señoras decidieron amacharse y negociar de frente con los zopilotes renegridos. Les llegaron por el lado que les cuadraba a ellos, el de los bisnes. Se organizaría una función de box, con apuestas y toda la cosa. ¿Quiénes iban a pelear? Pues las del pueblo contra las güilas, ni más ni menos. Si las pirujas ganaban, los judiciales podían quedarse con el dinero de las entradas y permanecer en el pueblo el tiempo que quisieran. Pero si perdían, tenían que donar el billete a la parroquia y largarse con todo y su jardín. El padre Calixto apoyó el trato y prestó el atrio de la iglesia para que allí se armara el corral donde la gente se da de trompadas. Ándele, sí, el ring. El pueblo de San Ciriaco retomó vuelo con la noticia, y el curita sacó su bicicleta y su bocinota que usaba en las procesiones para ir reclutando voluntarias, y en todas las homilías de la misa de seis nos mentó al calzonudo de David, que le dio en la madre a Goliat con un solo tepalcatazo. Así nos invitó a una pelea santa para librarnos de los zopilotes filisteos, como él les decía. Ya no importó que nadie buscara al niño; ya aparecería. Lo que queríamos era que estos vatos pusieran sus callos fuera de aquí.

Los entrenamientos comenzaron a las cuatro de la mañana del día siguiente de que se hizo el trato con los judiciales. ¡Qué frío tan desgraciado hacía! Todas íbamos encobijadas, con cachucha y las botas de nuestros maridos. Crisanta se había puesto un pasamontañas, sí, como de zapatista, y desde entonces le decimos la Subcomandanta.

Willy la hizo de nuestro entrenador. En el corral de la Chanta, de triste memoria para don Apolonio, el gringo colgó un costal repleto de maíz y nos mandó pegarle como Dios nos diera a entender. Pero más que golpear el mentado costal, casi todas nos fuimos con las uñas contra él, y otras le plantaron mordidas. “Nou, nou, nou, así nou. Así pelean las mujeres y no las machas”, vociferó Willy. Como casi todo lo demás, el box era para hombres y, ni modo, teníamos que boxear como machos. Así, el güero comenzó a enseñarnos el opercot, el yab, los ganchos y algunas mañitas, como dar uno que otro fregadazo con la cholla en la ceja del contrario.

La que más pronto le agarró el modo a los trompones fue la Subcomandanta, quien de por sí ya era aguerrida con el machete. Nada más pregúntele a Willy por los derechazos de Crisanta, padre. Al muy gallito tuvimos que parcharle la nariz más de tres veces.

A la güilas las comenzó a entrenar el Oaxaco afuera de su club familiar; pero el muy hijoesú aprovechó para torteárselas y plantarles dos que tres marrazos en el estómago. Con todas pudo, menos con la Colorina, quien con la zurda metía unos yabs de ensueño, y el Oaxaco visitó la lona —bueno, el suelo polvoriento— siempre que se ponía con ella los guantes que mandó traer de La Paz. Todos nuestros viejos andaban de mirones en su entrenamiento, pues no querían perderse el espectáculo de aquellas boxeadoras en tanga. Pero en el ring de box —y también en el box esprín— no gana la que enseña más carne, sino la que sabe moverla. La Colorina siempre fue buena para las dos cosas, y todos se orinaban de risa cuando se despachaba al Oaxaco usando el uno-dos-tres, hasta que él callaba a todos con dos balazos al aire. El muy zopilote aguantó la soba por tres semanas, hasta que se trajo al Chino, un chicano amigo suyo que, además de ser pollero y narco, regenteaba un gimnasio de box en Los Ángeles. El vato medía casi dos metros, tenía la maceta rapada, un arete en la nariz y a la Virgencita de Guadalupe tatuada en el pecho. A todas las metió en cintura, menos a... Sí, padre, adivinó... menos a la Colorina. Los dos se agarraron tirria: él porque nunca se la pudo encamar, y ella porque supo que era pollero.

Ese año, el día de San Ciriaco cayó en domingo. Todo estaba listo para las trompadas en el atrio de la iglesia. Después de la misa de nueve de la mañana, el padre Calixto nos encomendó a San Ubaldo, patrono de los boxeadores, nos echó agua bendita y, tras ponernos a todas un escapulario y bendecir los guantes, nos secreteó algo a cada una al oído. Primero pensé que sería alguna oración en latín; pero no, cuando llegó a mí, escuché clarito que dijo: “¡Chínguenselas!”. Perdón, padre, pero el curita era muy dicharachero.

Las apuestas comenzaron a correr. Circulaban pesos, dinero gabacho, relojes, guajolotes, caballos y escopetas... Todo servía para apostar. Don Pompeyo se trajo a Los Tucanes de Tijuana, quienes empezaron a tocar banda y a amenizar antes de la primera pelea. El ring no eran más que cuatro estacas clavadas en la tierra, con tres reatas largas para formar el corral de los trompones. Y a falta de lona, el piso estaba cubierto de paja. Como réferi se trajeron al presidente municipal de San Crispín, quien usa unos anteojos que parecen telescopios y, en vez de agua de colonia, hiede a tequila desde que el sol se levanta hasta que se acuesta.

Alguien tocó el cencerro de una vaca y dieron inicio los fregadazos. Los narcos gritaban por un lado; los judiciales por el otro, y Los Tucanes no paraban de tocar “Al gato y al ratón”, mientras la Lucha, con la mirada perdida y siempre como fantasma, vendía el chupe, los cigarros de tabaco y mota y el polvo blanco.

La Jarochita no le duró ni medio ráun a La Chanta. La muy mañosa le pisó dos veces los juanetes, le dio tres cabezazos y le puso a la piruja la nariz de chile morrón. Luego vino la Colorina y dejó a la Justina como a gata cogida. A todas nos tocó pasar, pero las meras efectivas eran la Chanta y la Colorina. La pelea entre las dos decidiría si ganaban las güilas o las del pueblo.

Los narcos le apostaron harta lana a la Chanta. Además, le prometieron que si ganaba le arreglarían su casa y se llevarían a Apolonio a Houston para que le pusieran una prótesis. El Willy le aconsejó marear a la Colorina y no dejar que le aplicara su uno-dos-tres asesino. El cencerro sonó, y el primer mulazo de derecha lo recibió la Colorina. Un hilito de sangre le corrió de la nariz, para de inmediato plantarle a la Subcomandanta un gancho al hígado que la dobló y un opercot que le hizo oler la paja. El réferi empezó la cuenta, y la Chanta pudo levantarse al seis. Ninguna daba su brazo a torcer; iban parejitas. Ya llevaban cuatro de los cinco ráuns cuando Crisanta le abrió la ceja con la cholla a la Colorina, quien se quejó con el réferi. Éste dijo que todo estaba limpio, que siguiera la pelea. Luego la Chanta aplicó su mágica patada a la espinilla, pero en ese momento recibió el temido uno-dos-tres y se fue de espaldas. El santo cencerro tocó y Crisanta se salvó.

Parecía que la pelea no seguiría. Se llevaron a la Chanta a la sacristía, y ahí, el Willy le echó una cerveza fría en la cara y le hizo oler un trapo mojado en tequila. La Chanta resucitó y pidió un trago de la botella. Entre tanto, el padre Calixto se fue por la morralla de la limosna y la metió en los guantes de box. “Hija, te vas a ganar tres mil indulgencias si le partes el hocico a la cabeza de cerillo. Acuérdate que endemonió a tu Apolonio”. La Chanta se aventó otro trago, se le calentó la sangre con la mohína y se paró girita, girita, sin importarle el peso de los guantes. A los judiciales se les borró la carcajada cuando la vieron regresar al ring. Crisanta no esperó a que repiqueteara el cencerro y le voló los dientes de enfrente a la Colorina. Pobre, tan derechitos que los tenía. Luego le sacó el aire con un guantazo en la panza que la hizo hasta vomitar. La Chanta la remató con un rodillazo en plena cara. La Colorina alcanzó todavía a regalar a su verdugo uno de sus yabs de fantasía, pero la Subcomandanta la agarró de las greñas y le atizó uno, dos, tres, cuatro moquetes con los guantes arreglados. El réferi le levantó el brazo a la Chanta y se acabó el jolgorio. Lo demás fueron balazos, pues los judiciales no quisieron pagar la apuesta a los narcos. Vinieron la corredera y el griterío, y finalmente don Pompeyo y su gente decidieron irse. Por su parte, los judiciales se rajaron de su trato y juraron que se quedarían en el pueblo.

San Ciriaco estuvo silencio por más de dos días. “El jardín del Edén” permaneció cerrado; igual la iglesia. Pero la calma se rompió otra vez cuando a la Chanta le remordió la conciencia y fue a ver a la Colorina. Les tuvo que llevar a los judiciales tres botellas de charanda y cinco de ron para que la dejaran pasar. No encontró a la Colorina en su cuarto, pues se había ido a la letrina del patio. Crisanta empezó a curiosear en todos los rincones, olió todos los perfumes y hasta se probó un par de zapatos, hasta que se encontró con el niño.

La Colorina llegó al cuarto acomodándose todavía los calzones, y lo primero que recibió fue un palazo en la cabeza. “Desgraciada güila, jija de los mil judas; ahora sí te va a cargar el jinete de la Divina Providencia”, dicen que le gritó la Chanta. La Colorina se arrastró hasta llegar junto a la cama y sacó a Santa Beretta de debajo del colchón. Alcanzó a dar dos tiros, pero ninguno tocó a Crisanta Culebro. Parte del espejo del techo cayó, y lo que es el colmo de la mala pata: el otro balazo destrozó al niño. Para ese entonces, la Chanta había salido ya de “El jardín del Edén” como potranca desbocada, y a pesar de la dolencia de huesos que todavía traía, llegó en menos de un minuto al campanario, repicó la campana y todas las señoras se arrejuntaron. También los narcos andaban cerca; venían a cobrarse a lo chino la apuesta que ganaron. Hasta el curita sacó la carabina 30-30 que su papá le heredó de la guerra cristera. “Vamos a quebrarnos a esos infieles y a las suripantas. ¡Viva Cristo Rey!”, vociferó mientras guardaba sus ochenta y tantos años en la sacristía para correr con la enjundia de un chamaco hacia Sodoma y Gomorra. Él fue el primero en caer, y no porque le hubieran atinado los judiciales —quienes para ese momento ya habían empezado a echar tiros—, sino porque le explotó la carabina en las manos cuando apretó el gatillo.

Yo veía todo desde la ventana, y me puse a rezarle al niño y a la Santa Muerte para que no se jodieran a la Colorina. Cuando el enjambre de narcos llegó, los judiciales dejaron de disparar a las señoras y mejor se concentraron en cuidarse de la nube de plomo que les venía de frente.

Con la Chanta Culebro a la cabeza, las viejas del pueblo comenzaron a llenar botellas de cerveza con el dísel que usa la planta de luz del pueblo. Una de ellas se desgarró la enagua para hacer las mechas. El jardín dejó de ser Edén y se convirtió en infierno. En medio de las flamas, la Lucha, quien estaba adentro con los judiciales, salió de su ensimismamiento y volvió a ser la de antes. Agarró un cuchillo de cocina y cumplió su promesa: le ensartó los tompeates al Oaxaco.

Las señoras subieron al cuarto de la Colorina antes de que la lumbre llegara. Ni Santa Beretta le salvó de la madriza, aunque aún pudo darle un tiro a la Chanta en la rodilla y a la Chuy en el hombro. Lo demás fueron palos, machetes y hasta mierda de los cochis sobre la Colorina. Cuentan que lo último que dijo fue: “Las Vegas, Las Vegas”, y el fuego le chamuscó su sueño. Adentro quedaron también las demás pirujas, la Lucha y casi toda la banda de renegridos. La calle Kino estaba tapizada de zopilotes muertos. Naiden los levantó de ahí por más de dos semanas. Para cuando al ministerio público le dio la gana venir desde La Paz, no pudo entrar a San Ciriaco por la peste y se puso a hacer el acta en el cerro, desde donde divisó los bultos negros y el montón de escombros tatemados.

Padre, póngame mi penitencia. Por mi culpa, del niño no quedó más que caliche y carbón. Varios días antes de la función de box, había llegado el del correo montado en su burro, tal como lo hace dos o tres veces al año, y me trajo una cajita de zapatos que venía de Guaymas. Me la mandaba la tía Tencha, que tenía el hígado podrido de tanto chupar tequila y mezcal. Además, le salieron tres bolas en la espalda. El doctor le había dicho que se fuera despidiendo de la parentela porque muy pronto se iba a ir de minera, dos metros bajo tierra, y por eso, en esa misma cajita, metí al pequeñito que le tomé prestado a la Virgen del Rosario. En sus brazos, por vía de mientras, le puse el Bart Simpson que mi viejo le trajo a nuestro mocoso la última vez que regresó del otro lado. Mi tía necesitaba un milagrito del niño para curarse; por eso se lo mandé. Pero ella cumplió la promesa de embarcármelo de vuelta lueguito que se sintiera mejor.

Al abrir la caja, vi de nuevo al plebito, con su pañal blanco y el vestido de encaje. Mientras lo mecía, pensé en la Colorina y en sus planes de irse a talonearle a Las Vegas. Ella también necesitaba un milagrito para largarse. Lástima, si hubiera llegado allá, de seguro habría hecho harto billete como boxeadora.
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sábado, 10 de enero de 2009

¡¿NADIE PIENSA HACER NADA?!


Por Tomás Hidalgo Nava

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha demostrado una vez más su inoperancia. A principios de la década de los 90, durante la primera Guerra del Golfo, jugó el papel de legitimadora de una invasión, en tanto que en el actual conflicto entre Israel y el grupo Hamas, la ONU se ha transformado en un evidente cero a la izquierda y hasta en víctima de los propios ataques.

Resulta asaz desalentador que tanto el Estado de Israel como Hamas hayan hecho caso omiso de la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, acordada ayer viernes, según la cual se hacía un llamado a las partes beligerantes a establecer un cese el fuego “inmediato y duradero” en la franja de Gaza, donde a 15 días de la invasión israelí han muerto alrededor de 820 palestinos, la mitad de ellos civiles.

Por si esto fuera poco, hasta las propias instalaciones y vehículos de la ONU han sido afectados por fuego israelí. No sólo fueron bombardeadas escuelas de esta organización, sino que incluso un conductor que llevaba ayuda humanitaria en un camión de la ONU fue muerto el jueves pasado y dos tripulantes más resultaron heridos.

¿Nadie piensa hacer nada para detener esta barbarie? Los crímenes de guerra se siguen perpetrando en las narices de la comunidad internacional. Israel ataca blancos civiles, mientras Hamas ha tomado de rehenes a la gente común, y hasta oculta armamento en lugares sagrados para el Islam, como lo son las mezquitas.

Al leer hoy The New York Times, me dolió una vez más saber que la gente como uno es la que está pagando la arrogancia de los israelíes, la intransigencia de Hamas, la ineficacia de la ONU y la indiferencia del mundo “civilizado y democrático”. En una nota firmada por Ethan Bronner (“As Talks Falter, Israel Warns of More Extensive Attacks”), se relata cómo una ojiva de tanque cayó afuera de un hogar en Jabaliya, al noreste de Gaza. Ocho miembros de la familia que ahí habitaba, quienes se encontraban sentados afuera de su casa, fallecieron.

Pero la ofensiva sobre Gaza no fue algo que se le ocurriera al gobierno de Israel de buenas a primeras. El ataque con cohetes por parte de Hamas fue un mero pretexto para bombardear e invadir este territorio. Como señala Juan Gelman —poeta argentino avecindado en México— en su columna Al Acecho (“Sharon, Barak, Gaza”, Milenio Diario, Ciudad de México, 10-01-09), desde 2001, en el tiempo en que Ariel Sharon fue primer ministro de Israel, se creó el llamado “Plan Dagan”, que consistía en “lanzar un ataque en gran escala para aplastar a la autoridad palestina" e incluso asesinar a Yasser Arafat.

Como afirma Gelman, “el mundo asiste hoy a la aplicación del ‘Plan Dagan’ tal como se inventó en 2001: establece ‘una invasión del territorio palestino por unos 30 mil soldados israelíes con la misión claramente definida de destruir la infraestructura del liderazgo palestino… y de expulsar o matar a su comando militar’”. La fuente de Gelman es http://www.globalresearch.ca/ (diciembre de 2001).

La indiferencia de las naciones se ha convertido ya en algo vergonzante. Es tiempo de poner un alto a las graves violaciones a los derechos humanos que se están dando en Gaza. Como expresa Fred Abrahams, investigador de Human Rights Watch citado en la nota de Bronner en The New York Times, Israel no está prestando ninguna atención a la legislación internacional, la cual indica que es necesario distinguir entre combatientes y civiles y, en segundo lugar, tomar en cuenta si los ataques van a generar un efecto desproporcionado entre los civiles en la zona. Aún cuando un blanco sea legítimo (como una bodega en la que Hamas almacene explosivos, por ejemplo), “tú no puedes arrojar 500 libras de bombas en un área repleta de civiles”, dice Abrahams.

Además, Abrahams comenta que es la primera vez que sabe de un conflicto en el que los civiles no pueden abandonar la zona atacada y refugiarse en los países vecinos, pues tanto las salidas hacia Egipto como a Israel se encuentran bloqueadas.

Las víctimas mortales siguen en aumento. Y hoy Israel lanzó una advertencia a la población palestina, a la cual pidió salir de la zona debido a que el ejército israelí intensificará los ataques en los próximos días. Pero ¿a dónde quieren que vayan? Ésa es su tierra; ésas son sus casas. Y lo peor es que no tienen escapatoria. Las palabras de Hamdi Eki, un mecánico refugiado en uno de los campos establecidos por la Cruz Roja, reflejan el sentir de los palestinos: “Tengo nueve hijos. ¿A dónde puedo ir? Prefiero morir en mi propia casa”.

Líderes del mundo, ya es tiempo de hacer algo, ¿no creen?

miércoles, 7 de enero de 2009

Voces en el desierto


Por Tomás Hidalgo Nava
Era la hora de salir de la escuela. Como todos los días, los niños corrían con las mochilas a cuestas, con gran algarabía, despidiéndose de sus amigos. Lo que no sabían es que al día siguiente ya no los verían. El bombardeo israelí, dirigido a la estación central de la policía en el centro de Gaza, cayó también sobre la escuela primaria contigua. Ninguno de esos pequeños pertenecía a Hamas ni a Al Fatah. Sin embargo, su sangre corrió por el pavimento como testimonio de esta atrocidad que cerró el año 2008 y abrió el 2009.

Más de setecientos muertos —gran parte de ellos pertenecientes a la población civil— es el resultado de la incursión de Israel sobre territorio palestino más agresiva y atroz desde la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando aquél invadió la franja de Gaza por primera vez. Si bien la invasión actual se ha dado después de que milicianos de Hamas han lanzado misiles Kassam sobre territorio israelí desde el pasado 19 de diciembre, Israel ha llevado a cabo una ofensiva indiscriminada que ha afectado principalmente a los ciudadanos palestinos comunes, muchos de los cuales se encuentran ajenos al añejo conflicto.

Lo peor de todo es que Israel se ha basado en premisas falsas. Como lo señala el periodista Tom Segev en un artículo publicado en el diario Haaretz el 29 de diciembre (reproducido en español por la revista mexicana Proceso del 4 de enero de 2009), Israel considera que el bombardeo sobre Gaza “facilitará ‘la liquidación del régimen de Hamas’”. Pero la realidad es que más bien le está siguiendo el juego a este grupo, el cual se radicalizará aún más. Segev también comenta que “Israel está convencido de que los sufrimientos de los palestinos los llevarán necesariamente a levantarse contra sus líderes nacionales”, aunque la verdad es que sólo ha sembrado un odio mayor e incitado a más palestinos a unirse a la “guerra santa” contra el Estado de Israel. Como siempre, la supuesta justificación de este último para realizar una ofensiva de esta envergadura es la autodefensa. Pero ¿de quién se defiende Israel? ¿Del ama de casa que no volverá a su hogar tras fallecer en la calle en los bombardeos? ¿De los niños que se toparon con la muerte al salir de la escuela? ¿Del comerciante que busca ganarse la vida en el mercado?

¿Acaso Ehud Olmert, primer ministro israelí, no previó los efectos que traería consigo un ataque de estas características sobre la franja de Gaza? ¿Tampoco Ehud Barak, ministro de defensa, ni Tzipi Livni, ministra de relaciones exteriores, pudieron dimensionar la tragedia humanitaria que se avecinaba si Israel bombardeaba está área con la mayor densidad de población en el mundo (3 mil 823 habitantes por kilómetro cuadrado), donde viven más de millón y medio de personas? Y para colmo, el gobierno del saliente George Bush dio el espaldarazo a Tel Aviv y externó su apoyo al gobierno de Olmert, lo cual se convirtió en lo que el periodista Robert Dreyfuss calificó de “su último y final crimen de guerra” (citado por Rocco Marotta en “Cheque en blanco”, Milenio Diario, lunes 5 de enero de 2009, pág. 35). Con este acto, Bush no sólo remacha su completa ignorancia en lo que a política exterior se refiere, sino también le endosa a su sucesor, Barack Obama, un problema con el que tendrá que lidiar a lo largo de buena parte de su período presidencial.

Sin duda, resulta evidente que el gobierno de Tel Aviv ha violado el derecho internacional, particularmente la Convención de Ginebra, en la invasión que ha llevado a cabo contra Palestina. Como bien lo indicó Richard Folk en un texto reproducido por el diario inglés The Nation el 29 de diciembre, estas violaciones incluyen el castigo contra una colectividad por las acciones de unos cuantos milicianos de Hamas; el dirigir ataques aéreos contra la población civil, y una respuesta militar desproporcionada por parte de Israel.

Niños, mujeres y hombres que jamás han representado una amenaza contra el Estado israelí han sido los más golpeados y afectados por ésta y otras muchas acciones de Tel Aviv. Con esto no quiero decir que los extremistas de Hamas se encuentren sin culpa. Sin embargo, se ha optado por dañar a inocentes y brindar mayor fuerza a Hamas en lugar de buscar una salida diplomática al conflicto. Y a pesar de la demanda de la Organización de las Naciones Unidas y de muchos países por establecer un cese el fuego, el gobierno de Olmert ha hecho caso omiso.

En lo que respecta a la información que fluye hacia el exterior de la zona ocupada, existe una gran dificultad para que la opinión pública mundial se entere de lo que en realidad pasa en este lugar, pues Israel no ha permitido el acceso libre a los periodistas internacionales. Uno puede apenas informarse a través de bloguistas como la canadiense Eva Bartlett, del International Solidarity Movement, quien a través la página http://www.palcast.org/ (Podcasting the Occupation of Palestine) ha reportado la situación que ella misma ha vivido en carne propia al estar presente en la zona de conflicto. La propia Bartlett muestra imágenes de las construcciones devastadas y de la población que se refugia entre los cascarones de edificios.

Asimismo, por medio de la página del International Solidarity Movement (http://www.palsolidarity.org/), uno puede recibir información de primera mano. Por ejemplo, Jenny Linnel, voluntaria británica de este movimiento, relata detalles sobre el ataque contra la zona de Rafah. “Poco después de la medianoche del 6 de enero, misiles comenzaron a llover sobre Rafah en uno de los más severos ataques israelíes desde que las actuales atrocidades empezaron. Continuas incursiones cubrieron el sur de la ciudad de Gaza a lo largo de 12 horas. Muchos hogares fueron destruidos o severamente dañados, especialmente en los vecindarios que se encuentran a lo largo de la frontera con Egipto”, narra Linnel.

Desde este jardín, deseo unir mi voz a la de miles, millones de ciudadanos del mundo que exigen un cese el fuego en Palestina. Tal vez mi voz sea sólo la de uno que clama en el desierto. Sin embargo, sé que no estoy solo. Y por favor, pasen la voz.

sábado, 3 de enero de 2009

Bala pendiente


Por Tomás Hidalgo Nava

Gervasia guardaba en el mismo bote que los frijoles las balas de la Smith & Wesson que su esposo le había regalado en Navidad. Aquella mañana vació esa mezcla de flor de mayo y metal sobre la mesa de encino que hizo su Chuy cuando apenas se habían casado y aún vivían en Álamos, donde nació la actriz María Félix y viejas más buenas que ella, como la propia Gervasia, caballona, de ojos grandes y una cascada lacia hasta la cintura.

“¿Por qué carajos dejamos el pueblo y el negocio de la cajeta y la miel?”, repetía entre dientes Gervasia, mientras contaba las balas calibre 38 y las separaba de los granos, como pasando por su mano las cuentas de un rosario que parece rezar todas las madrugadas al amasar las tortillas de harina, así, sobaqueras, estilo Hermosillo, como le gustan al compadre, así, sudorosa, como también le gusta ella al compadre las noches en que viene a quedarse para cuidarla cuando Chuy se va a Agua Prieta o a Nogales para supervisar la carga. “¿Por qué carajos...? Torre de Marfil, ruega por él... ¿por qué, desgraciadísimo Chuy...? Casa de Oro, sácanos de aquí... Arca de la Alianza... ¿qué méndiga necesidad había de esto? ¡Carajo, carajo, carajo!”. Siempre la misma letanía, mientras las manos cachetean la masa o le quitan al compadre las botas de piel de avestruz, empanizadas de polvo, y masajean sus pies, su espalda, su pecho y todo lo que haya de venir. Las tortillas acabarán por enfriarse y habrá que recalentarlas más tarde, cuando Gervasia esté congelada por completo, con un ánimo bajo cero, aunque los cuarenta y tres grados que hay en la calle se carcajeen de ella.

Gervasia acomodó la veintena de balas paraditas, en hilera, como su niña solía poner sobre la mesa las dos muñecas y el oso de peluche que Chuy le trajo del otro lado, en aquella ocasión en que entregó sin bronca el encargo del compadre en Douglas y recogió un portafolios rebosante de verde en su interior. Esa vez Chuy tomó nueve de esos papelitos para comprar los regalos de Loreto, su hija. “Nadie va a extrañar a nueve desnutridas ranas de a cien”, le dijo esa vez a su primo Gilberto, quien lo ayudaba a hacer los "bisnes", pues más o menos masticaba el inglés.
Pero Chuy se equivocó. Después de regresar a Navojoa, le entregó el portafolios al compadre cuando estaba en plena partida de dominó con Eustaquio “El Cacarizo”, comandante de la federal. El compadre contó y recontó los billetes entre mohines. Las cuentas no le salían; faltaban novecientos de los cuarenta mil dólares. Cerró el portafolios, con la uña larga del dedo meñique —la misma con la que solía probar el polvo— se sacó la cerilla del oído derecho y con la mano izquierda se empinó la botella de cerveza para vaciarla de un trago eterno, sin cortes ni ruido.


Tras dejar el envase en el piso, junto al equipal en el que estaba sentado, se puso de pie y comenzó a aproximarse a Chuy, con una sonrisa engrapada en el rostro; le puso la mano en la nuca y le obsequió un aliento añejo. “No te preocupes, pinchi Chuy, a veces los aigres se cuelan y se llevan dos, tres y, ¿por qué no?, hasta nueve papeluchos”. La sonrisa se transformó en rictus y la mano en zarpa que le tiró de la cabeza la gorra de los Dodgers y le jaló el cabello. Un estruendo retumbó en la casona y Chuy salió brincando sobre un solo pie, el derecho, con la bota perforada. Gilberto lo acostó en la parte de atrás de la pick up y se lo llevó a Gervasia para que lo curara. “¡Méndigo, Chuy! El compadre es como Dios; todo lo ve y castiga como el mismísimo diablo!”, le espetó Gervasia al mismo tiempo que ayudaba a Gilberto a cargarlo hasta el catre. A pesar del dolor, Chuy no soltó la bolsa de plástico hasta que tuvo a su Loretito enfrente. Como genio de Aladino, sacó una muñeca pelirroja y otra güera, así como un vestido rosa, con flores bordadas. Después extrajo de la bolsa, poco a poco, el oso de peluche, al que abrió por la parte de abajo para sacar del compartimento de las baterías una grapa de coca. Le colocó el par de pilas al oso, que empezó a cantar “Twinkle, twinkle, little star” entre la risa de la niña.


Chuy ya no soportaba el dolor en el pie izquierdo, así que aspiró sin más preámbulos la coca que le había pellizcado a la carga. Gervasia le quitó la bota perforada y de ella brotaron otras bolsitas con polvo blanco, nieve bendita para refrescarse en el infierno donde el compadre era el mero rey. Entre carcajadas, Chuy se dejó caer sobre el catre. “Te chingué, compadre, bien y bonito”.
Después de cinco o seis semanas, todavía con el rengueo, Chuy le pidió prestada la troca al primo Gilberto y se llevó a su Loretito al circo que había llegado hacía unos cuantos días. Le encantaba treparse al vehículo rojo, de llantas anchas y nuevas, coronarse con el tejano que se compró en Tucson cuando fue a ajustarle las cuentas a un negro que no quería pagar. Pero, sobre todo, se le esponjaban las plumas por ir con su Loretito, que con sus cuatro años, las dos trenzas, el vestido rosa, el oso de peluche y el incesante canturreo le recordaba que no todo se había podrido.


“¿Y los elefantes son tan grandototes como las vacas?”, preguntó la niña. A Chuy le ganó la risa. “¡Uuuuuuuy! Mucho más que una chingada vaca. Haz de cuenta que pones como cinco vacas, una encima de la otra, y...” Una pick up blanca le cerró el paso, interrumpiendo la clase de zoología. Al frente no había elefantes; sólo cinco gorilas con lentes oscuros, sombreros y cuernos de chivo que empezaron a escupir. El camino a Pueblo Viejo era angosto: a la derecha un pelotón de sauces; a la izquierda, una barda interminable. Chuy metió reversa, pero acabó estrellándose con un Volkswagen modelo 74, tuerto y maltrecho, conducido por un vejete que terminó con las cervicales desviadas. Trac-trac-trac, imposible escapar; trac-trac-trac-trac, el parabrisas y el vidrio lateral derecho de la troca convertidos en talco; trac-trac-trac, las llantas anchas adelagazaron; trac-trac-trac, y a Chuy ni tiempo le dio de meter la mano debajo del asiento para sacar la Mágnum. Prefirió cubrir con su cuerpo a la niña, cuyo vestido rosa se había tornado en tinto. Rechinido de llantas: los gorilas huyeron a su madriguera. “Papi, papi... no me gustó el circo. Vámonos ya, vam...” El trabajo había sido perfecto: Cinco proyectiles sobre la pequeña y ningún rasguño para el Chuy, salvo la bala que le rozó una nalga. “¡Mi buki! ¡Mi morrita!”, gritaba Chuy abrazando a la niña, a quien ni el escapulario de la Virgen de Loreto que colgaba de su cuello la había protegido. “Esto lo hizo la gente de Tijuana; seguro es cosa de los Arellano”, explicó Eustaquio “El Cacarizo” a Chuy mientras esperaban al ministerio público. Pero Chuy y Gervasia siempre supieron que los de Tijuana no habían tenido nada que ver; el dedo que dio la orden estaba más cerca, más cerquita.


De eso habían pasado ya como ocho meses y de Chuy no se sabía nada desde hacía seis. Gervasia se apersonaba tres o cuatro veces al día en la casona del compadre, donde realizaba una antesala de dos o tres horas, tan sólo para preguntar qué noticias había de su esposo. “Ya te dije, mujer, que tu viejo anda de comisión en la sierra y va a dilatar un buen rato en volver”, le contestaba siempre el compadre, entre jaulas con gallos y guajolotes y sacos de cebada y maíz, dádivas traídas al tlatoani por todos aquellos que alguna vez recibieron favores de él, aun cuando fuera sólo que les perdonara la vida.


A Gervasia no le quedaba más que retirarse con la cabeza gacha y salir a la calle para recibir la cachetada del sol y de la polvareda. “Mentiras, mentiras, mentiras”. El murmullo de Gervasia se colaba entre el zumbido de la tolvanera que le maquillaba el rostro. “A mi Chuy ya se lo quebró este hijoesumadre, ya se lo quebró, ya se lo quebró”. Todos la veían como a un fantasma, con la mirada clavada en el piso, tratando de devorar alguna huella, un pedazo de botón, la gorra de los Dodgers, cualquier señal de Chuy.


En ese tiempo, al compadre le dio por hacerse el aparecido todas las noches e, incluso, se quedaba hasta muy entrada la mañana. Según él, Chuy le encargó que cuidara de su vieja y le hiciera compañía. Claro, el compadre Pompeyo siempre buscó velar por el bienestar de sus subalternos. Gervasia aprovechó esas visitas para cumplir una manda. Le había ofrecido ese sacrificio a La Dolorosa si le traía de nuevo a Chuy. Lo mismo le pidió a Malverde, a quien le había puesto un altar en la cocina, donde siempre alumbraba una veladora frente a la imagen del santo patrono de los narcos.


Desde que desapareció Chuy, Gervasia procuró acostarse temprano, con la esperanza de que el sueño la anestesiara y así ni cuenta se diera cuando aquella barriga de diez litros de cerveza diarios se le colocara encima. Pero desde las nueve, sus ojos no dejaban de leer historias en el techo, y veía a Chuy en el fondo de alguna barranca, encobijado, con dos tiros en la nuca, o quizás amarrado a algún sahuaro, con las plantas de los pies y las palmas de las manos desolladas, castrado, desnudo, sin más compañía que una parvada de zopilotes.


Más o menos a las once, las cavilaciones de Gervasia se veían interrumpidas por el motor de aquella Suburban negra y el claxon de cornetas de aire que anunciaba el comienzo de la manda tocando “La Bikina”. Las imágenes de Chuy se desvanecían del techo, Gervasia cerraba los ojos y murmuraba su rezo a Malverde, al tiempo que el taconeo de las botas llegaba hasta la habitación y ésta se impregnaba de un olor a cebolla y tequila. Al poco rato, la sábana se alzaría sin oponer resistencia y la barba de puerco espín laceraría los muslos, el vientre, el pecho, el cuello y, por fin, como corona de espinas, las sienes de Gervasia. “Malverde, Malverde, Malverde, no me dejes sola”. Un bofetón apagaría sin más trámite el rezo. “No se te olvide que me llamo Pompeyo Cabanillas y aquí no hay más santo que mis sagrados tompeates”. No quedaba más remedio que rezar en silencio, pensar en la angustia por la que había pasado La Dolorosa y hacer que el espíritu abandonara a su suerte por un momento al cuerpo. “Santa María, madre de Dios, ruega por mí y por el Chuy ahora y en la hora... aunque él tal vez ya esté difunto. Amén... Dios te salve...”


Gervasia percibió su destino desde la primera fiesta a la que ella y Chuy fueron cuando él empezó a trabajar para Cabanillas. Mientras la Banda Yoreme tocaba una quebradita, el compadre aprovechó para bailar con Gervasia y darle la bienvenida con la mano derecha sobre la nalga. “Aquí no te va a faltar nada, yegüita, nada de nada”.


Pero Gervasia no iba a aguantar ni una noche más. “Uno, dos, tres, Salud de los enfermos, ruega por Chuy... cuatro, cinco, seis balas. Amén”. Cargó la Smith & Wesson y permaneció sentada junto a la mesa, frente a la puerta de la cocina, esperando la señal. La preñez de cinco meses no le permitía estar mucho tiempo sobre una silla. Sin embargo, en esa ocasión ni se movió. Para practicar, apuntó la pistola varias veces hacia la puerta. “La Bikina” y el motor de la Suburban al fin sonaron afuera y el taconeo de las botas detonó la adrenalina en Gervasia. Ella tocó su vientre, se santiguó y cerró los ojos. Uno, dos, tres, cuatro disparos. La primera bala rompió como piñata una olla de barro con agua de horchata; la segunda buscó refugio en la pared; las dos últimas se incrustaron en el pecho y la garganta de Chuy, de cuyas manos cayeron dos macetas con margaritas para Gervasia. Esa noche de su regreso, el compadre le había pedido el favor de que se llevara la camioneta para llenarle el tanque y al día siguiente pasarla a dejar al taller.


Por recomendación de Cabanillas, Eustaquio “El Cacarizo” movió todo para que constara en actas que a Gervasia se le había disparado el arma por accidente mientras la limpiaba. Ella respondía con monosílabos en su declaración, acariciándose el vientre, pensando que si tenía una niña, se llamaría Loreto y le daría el osito de la panza perforada; si era niño, le pondría Malverde, Chuy Malverde, y le regalaría la Smith & Wesson y una bala pendiente para el compadre.
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Aclaración a los ciberlectores

Habrá muchos de ustedes que se estarán preguntando qué ha pasado con la tercera parte de "El encuentro con el amoxtlacuilo". Descuiden, no se preocupen. En los próximos días les complaceré con la continuación de esta historia que explica en gran parte el porqué de este blog. Por lo pronto, los dejaré con un cuento que escribí hace tiempo.