Por Tomás Hidalgo Nava
Gervasia guardaba en el mismo bote que los frijoles las balas de la Smith & Wesson que su esposo le había regalado en Navidad. Aquella mañana vació esa mezcla de flor de mayo y metal sobre la mesa de encino que hizo su Chuy cuando apenas se habían casado y aún vivían en Álamos, donde nació la actriz María Félix y viejas más buenas que ella, como la propia Gervasia, caballona, de ojos grandes y una cascada lacia hasta la cintura.
“¿Por qué carajos dejamos el pueblo y el negocio de la cajeta y la miel?”, repetía entre dientes Gervasia, mientras contaba las balas calibre 38 y las separaba de los granos, como pasando por su mano las cuentas de un rosario que parece rezar todas las madrugadas al amasar las tortillas de harina, así, sobaqueras, estilo Hermosillo, como le gustan al compadre, así, sudorosa, como también le gusta ella al compadre las noches en que viene a quedarse para cuidarla cuando Chuy se va a Agua Prieta o a Nogales para supervisar la carga. “¿Por qué carajos...? Torre de Marfil, ruega por él... ¿por qué, desgraciadísimo Chuy...? Casa de Oro, sácanos de aquí... Arca de la Alianza... ¿qué méndiga necesidad había de esto? ¡Carajo, carajo, carajo!”. Siempre la misma letanía, mientras las manos cachetean la masa o le quitan al compadre las botas de piel de avestruz, empanizadas de polvo, y masajean sus pies, su espalda, su pecho y todo lo que haya de venir. Las tortillas acabarán por enfriarse y habrá que recalentarlas más tarde, cuando Gervasia esté congelada por completo, con un ánimo bajo cero, aunque los cuarenta y tres grados que hay en la calle se carcajeen de ella.
Gervasia acomodó la veintena de balas paraditas, en hilera, como su niña solía poner sobre la mesa las dos muñecas y el oso de peluche que Chuy le trajo del otro lado, en aquella ocasión en que entregó sin bronca el encargo del compadre en Douglas y recogió un portafolios rebosante de verde en su interior. Esa vez Chuy tomó nueve de esos papelitos para comprar los regalos de Loreto, su hija. “Nadie va a extrañar a nueve desnutridas ranas de a cien”, le dijo esa vez a su primo Gilberto, quien lo ayudaba a hacer los "bisnes", pues más o menos masticaba el inglés.
Pero Chuy se equivocó. Después de regresar a Navojoa, le entregó el portafolios al compadre cuando estaba en plena partida de dominó con Eustaquio “El Cacarizo”, comandante de la federal. El compadre contó y recontó los billetes entre mohines. Las cuentas no le salían; faltaban novecientos de los cuarenta mil dólares. Cerró el portafolios, con la uña larga del dedo meñique —la misma con la que solía probar el polvo— se sacó la cerilla del oído derecho y con la mano izquierda se empinó la botella de cerveza para vaciarla de un trago eterno, sin cortes ni ruido.
Pero Chuy se equivocó. Después de regresar a Navojoa, le entregó el portafolios al compadre cuando estaba en plena partida de dominó con Eustaquio “El Cacarizo”, comandante de la federal. El compadre contó y recontó los billetes entre mohines. Las cuentas no le salían; faltaban novecientos de los cuarenta mil dólares. Cerró el portafolios, con la uña larga del dedo meñique —la misma con la que solía probar el polvo— se sacó la cerilla del oído derecho y con la mano izquierda se empinó la botella de cerveza para vaciarla de un trago eterno, sin cortes ni ruido.
Tras dejar el envase en el piso, junto al equipal en el que estaba sentado, se puso de pie y comenzó a aproximarse a Chuy, con una sonrisa engrapada en el rostro; le puso la mano en la nuca y le obsequió un aliento añejo. “No te preocupes, pinchi Chuy, a veces los aigres se cuelan y se llevan dos, tres y, ¿por qué no?, hasta nueve papeluchos”. La sonrisa se transformó en rictus y la mano en zarpa que le tiró de la cabeza la gorra de los Dodgers y le jaló el cabello. Un estruendo retumbó en la casona y Chuy salió brincando sobre un solo pie, el derecho, con la bota perforada. Gilberto lo acostó en la parte de atrás de la pick up y se lo llevó a Gervasia para que lo curara. “¡Méndigo, Chuy! El compadre es como Dios; todo lo ve y castiga como el mismísimo diablo!”, le espetó Gervasia al mismo tiempo que ayudaba a Gilberto a cargarlo hasta el catre. A pesar del dolor, Chuy no soltó la bolsa de plástico hasta que tuvo a su Loretito enfrente. Como genio de Aladino, sacó una muñeca pelirroja y otra güera, así como un vestido rosa, con flores bordadas. Después extrajo de la bolsa, poco a poco, el oso de peluche, al que abrió por la parte de abajo para sacar del compartimento de las baterías una grapa de coca. Le colocó el par de pilas al oso, que empezó a cantar “Twinkle, twinkle, little star” entre la risa de la niña.
Chuy ya no soportaba el dolor en el pie izquierdo, así que aspiró sin más preámbulos la coca que le había pellizcado a la carga. Gervasia le quitó la bota perforada y de ella brotaron otras bolsitas con polvo blanco, nieve bendita para refrescarse en el infierno donde el compadre era el mero rey. Entre carcajadas, Chuy se dejó caer sobre el catre. “Te chingué, compadre, bien y bonito”.
Después de cinco o seis semanas, todavía con el rengueo, Chuy le pidió prestada la troca al primo Gilberto y se llevó a su Loretito al circo que había llegado hacía unos cuantos días. Le encantaba treparse al vehículo rojo, de llantas anchas y nuevas, coronarse con el tejano que se compró en Tucson cuando fue a ajustarle las cuentas a un negro que no quería pagar. Pero, sobre todo, se le esponjaban las plumas por ir con su Loretito, que con sus cuatro años, las dos trenzas, el vestido rosa, el oso de peluche y el incesante canturreo le recordaba que no todo se había podrido.
“¿Y los elefantes son tan grandototes como las vacas?”, preguntó la niña. A Chuy le ganó la risa. “¡Uuuuuuuy! Mucho más que una chingada vaca. Haz de cuenta que pones como cinco vacas, una encima de la otra, y...” Una pick up blanca le cerró el paso, interrumpiendo la clase de zoología. Al frente no había elefantes; sólo cinco gorilas con lentes oscuros, sombreros y cuernos de chivo que empezaron a escupir. El camino a Pueblo Viejo era angosto: a la derecha un pelotón de sauces; a la izquierda, una barda interminable. Chuy metió reversa, pero acabó estrellándose con un Volkswagen modelo 74, tuerto y maltrecho, conducido por un vejete que terminó con las cervicales desviadas. Trac-trac-trac, imposible escapar; trac-trac-trac-trac, el parabrisas y el vidrio lateral derecho de la troca convertidos en talco; trac-trac-trac, las llantas anchas adelagazaron; trac-trac-trac, y a Chuy ni tiempo le dio de meter la mano debajo del asiento para sacar la Mágnum. Prefirió cubrir con su cuerpo a la niña, cuyo vestido rosa se había tornado en tinto. Rechinido de llantas: los gorilas huyeron a su madriguera. “Papi, papi... no me gustó el circo. Vámonos ya, vam...” El trabajo había sido perfecto: Cinco proyectiles sobre la pequeña y ningún rasguño para el Chuy, salvo la bala que le rozó una nalga. “¡Mi buki! ¡Mi morrita!”, gritaba Chuy abrazando a la niña, a quien ni el escapulario de la Virgen de Loreto que colgaba de su cuello la había protegido. “Esto lo hizo la gente de Tijuana; seguro es cosa de los Arellano”, explicó Eustaquio “El Cacarizo” a Chuy mientras esperaban al ministerio público. Pero Chuy y Gervasia siempre supieron que los de Tijuana no habían tenido nada que ver; el dedo que dio la orden estaba más cerca, más cerquita.
De eso habían pasado ya como ocho meses y de Chuy no se sabía nada desde hacía seis. Gervasia se apersonaba tres o cuatro veces al día en la casona del compadre, donde realizaba una antesala de dos o tres horas, tan sólo para preguntar qué noticias había de su esposo. “Ya te dije, mujer, que tu viejo anda de comisión en la sierra y va a dilatar un buen rato en volver”, le contestaba siempre el compadre, entre jaulas con gallos y guajolotes y sacos de cebada y maíz, dádivas traídas al tlatoani por todos aquellos que alguna vez recibieron favores de él, aun cuando fuera sólo que les perdonara la vida.
A Gervasia no le quedaba más que retirarse con la cabeza gacha y salir a la calle para recibir la cachetada del sol y de la polvareda. “Mentiras, mentiras, mentiras”. El murmullo de Gervasia se colaba entre el zumbido de la tolvanera que le maquillaba el rostro. “A mi Chuy ya se lo quebró este hijoesumadre, ya se lo quebró, ya se lo quebró”. Todos la veían como a un fantasma, con la mirada clavada en el piso, tratando de devorar alguna huella, un pedazo de botón, la gorra de los Dodgers, cualquier señal de Chuy.
En ese tiempo, al compadre le dio por hacerse el aparecido todas las noches e, incluso, se quedaba hasta muy entrada la mañana. Según él, Chuy le encargó que cuidara de su vieja y le hiciera compañía. Claro, el compadre Pompeyo siempre buscó velar por el bienestar de sus subalternos. Gervasia aprovechó esas visitas para cumplir una manda. Le había ofrecido ese sacrificio a La Dolorosa si le traía de nuevo a Chuy. Lo mismo le pidió a Malverde, a quien le había puesto un altar en la cocina, donde siempre alumbraba una veladora frente a la imagen del santo patrono de los narcos.
Desde que desapareció Chuy, Gervasia procuró acostarse temprano, con la esperanza de que el sueño la anestesiara y así ni cuenta se diera cuando aquella barriga de diez litros de cerveza diarios se le colocara encima. Pero desde las nueve, sus ojos no dejaban de leer historias en el techo, y veía a Chuy en el fondo de alguna barranca, encobijado, con dos tiros en la nuca, o quizás amarrado a algún sahuaro, con las plantas de los pies y las palmas de las manos desolladas, castrado, desnudo, sin más compañía que una parvada de zopilotes.
Más o menos a las once, las cavilaciones de Gervasia se veían interrumpidas por el motor de aquella Suburban negra y el claxon de cornetas de aire que anunciaba el comienzo de la manda tocando “La Bikina”. Las imágenes de Chuy se desvanecían del techo, Gervasia cerraba los ojos y murmuraba su rezo a Malverde, al tiempo que el taconeo de las botas llegaba hasta la habitación y ésta se impregnaba de un olor a cebolla y tequila. Al poco rato, la sábana se alzaría sin oponer resistencia y la barba de puerco espín laceraría los muslos, el vientre, el pecho, el cuello y, por fin, como corona de espinas, las sienes de Gervasia. “Malverde, Malverde, Malverde, no me dejes sola”. Un bofetón apagaría sin más trámite el rezo. “No se te olvide que me llamo Pompeyo Cabanillas y aquí no hay más santo que mis sagrados tompeates”. No quedaba más remedio que rezar en silencio, pensar en la angustia por la que había pasado La Dolorosa y hacer que el espíritu abandonara a su suerte por un momento al cuerpo. “Santa María, madre de Dios, ruega por mí y por el Chuy ahora y en la hora... aunque él tal vez ya esté difunto. Amén... Dios te salve...”
Gervasia percibió su destino desde la primera fiesta a la que ella y Chuy fueron cuando él empezó a trabajar para Cabanillas. Mientras la Banda Yoreme tocaba una quebradita, el compadre aprovechó para bailar con Gervasia y darle la bienvenida con la mano derecha sobre la nalga. “Aquí no te va a faltar nada, yegüita, nada de nada”.
Pero Gervasia no iba a aguantar ni una noche más. “Uno, dos, tres, Salud de los enfermos, ruega por Chuy... cuatro, cinco, seis balas. Amén”. Cargó la Smith & Wesson y permaneció sentada junto a la mesa, frente a la puerta de la cocina, esperando la señal. La preñez de cinco meses no le permitía estar mucho tiempo sobre una silla. Sin embargo, en esa ocasión ni se movió. Para practicar, apuntó la pistola varias veces hacia la puerta. “La Bikina” y el motor de la Suburban al fin sonaron afuera y el taconeo de las botas detonó la adrenalina en Gervasia. Ella tocó su vientre, se santiguó y cerró los ojos. Uno, dos, tres, cuatro disparos. La primera bala rompió como piñata una olla de barro con agua de horchata; la segunda buscó refugio en la pared; las dos últimas se incrustaron en el pecho y la garganta de Chuy, de cuyas manos cayeron dos macetas con margaritas para Gervasia. Esa noche de su regreso, el compadre le había pedido el favor de que se llevara la camioneta para llenarle el tanque y al día siguiente pasarla a dejar al taller.
Por recomendación de Cabanillas, Eustaquio “El Cacarizo” movió todo para que constara en actas que a Gervasia se le había disparado el arma por accidente mientras la limpiaba. Ella respondía con monosílabos en su declaración, acariciándose el vientre, pensando que si tenía una niña, se llamaría Loreto y le daría el osito de la panza perforada; si era niño, le pondría Malverde, Chuy Malverde, y le regalaría la Smith & Wesson y una bala pendiente para el compadre.
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Esta muy bueno, Compadre.,,
ResponderEliminarexcelente historia para leer antes de irse a la cama. Me encantó la barba del puerco espín, vea pues,, ahora pienso, que uno encuentra siempre aquello que le conviene. Felicidades!!
Bien Tom, te deseo y Oramos por tu exito, Atte Víc Ibáñez
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