lunes, 19 de enero de 2009

El niño perdido








Por Tomás Hidalgo Nava








En este pueblo nunca pasaba nada, hasta que se perdió el niño. Claro, señor cura, que no faltaba que de vez en cuando Willy, el gringo borracho y greñudo que se vino hace más de treinta años a esconder acá para no ir a Vietnam, se creyera el mismísimo Pancho Villa después de dos o tres jarros de tequila y comenzara a mentar madres en plena calle Eusebio Kino —la única que hay en San Ciriaco— a bigotones y lampiños por parejo, y a chulear y a querer meter mano a toda prietita que viniera de la última misa, hasta que alguna de ellas, con un cuchillo cebollero o hasta con un machete, se lo pusiera en su lugar. Faltaba más. No, si le digo que aquí las viejas mandamos, verdá de Dió. Cuando los narcos vienen a darles chamba a nuestros maridos en la siembra de la hierba, hablan con nosotras para ver de a cómo van a pagar la jornada. Y a ellos ni los miran, hasta que los trepan como chivas a las camionetas.

Pero esa vez, cuando desapareció el niño, la cosa fue distinta y hasta el respeto nos perdieron. Esos jijos de la... Perdone, padrecito, ya sé que estamos en un lugar santo, pero es que nomás de acordarme, se me carga la mohína en la lengua. Los maridos venían de darle al jale en el rancho de doña Sixta y nosotras estábamos amasando y palmeando las tortillas cuando la nube de polvo empezó a levantarse en el camino de terracería. De en medio de ella salió la plaga: una, dos, tres, cuatro, cinco trocas y hasta un camión de redilas. Así, todavía entre la polvareda, aparecieron los judiciales, vestidos con camiseta, gorra y pantalones negros, a pesar del sol de cuarenta y dos grados que llevaban cargando sobre la espalda.

Esos vatos renegridos, con lentes oscuros, tan oscuros como su propio cuero, empezaron a disparar al aire, y, sin más, tiraron a patadas los cercos y se metieron a las casas. Venían desde La Paz porque alguien había reportado la desaparición del niño. De seguro fue la Chuy, pues era la más mortificada y la más lenguasuelta. Ella es a la que más le pudo que se perdiera el niño. Pero a esos jijos de su mala sangre —perdone otra vez, señor cura— poco les importaba en ese momento el niño: tenían harta hambre y querían tragar. Las de más edad no se resistieron y, sin decir palabra, así, como ánimas mudas, sirvieron los frijoles, la machaca, las tortillas de harina y hasta las cervezas que eran para nuestros viejos. En cambio, las más jóvenes sí armamos borlote, como la Lucha, la más hábil con el cuchillo cebollero. Pero esta vez no le sirvió para un carajo. Tampoco su lengua —con la que espantaba hasta a las mismas culebras— funcionó para ahuyentar a estas alimañas. Al escuchar las patadas en su puerta, empezó a mentar madres y a amenazar con ensartarles los huevos. Entraron como bueyes yunteros que van al aljibe con harta sed, y ella quiso ponerle a uno de ellos el cuchillo en el cogote. La Lucha no les sacó más que la risa, y ella recibió, como patadas de burro, dos culatazos en la cara y uno en el estómago. Dos muelas rodaron por el piso. Le hicieron garras el vestido, y así, al puritito natural, la obligaron a darles de comer. Se chuparon toda la cerveza que ella guardaba para los seis meses siguientes, para cuando su esposo llegara de Riverside, y después la tumbaron en la hamaca. Ya se imaginará, padre. De ahí no se pudo parar en tres días.

Con la tripa llena, la botella en una mano y la escopeta en la otra, arrempujaron a todo el pueblo hacia el atrio de la iglesia. El padre Calixto, el que estuvo antes que usté, se paró en la entrada del atrio con los brazos en cruz. “Vade retro, Satanás; vade retro, Lucifer”, gritó junto con otros latinajos. Y hasta sacó un frasquito con agua bendita y la aventó sobre los renegridos. Pobre padrecito, quedó como el Nazareno en viernes santo. Y los muy cabestros hicieron pasar a todos, uno por uno, a la sacristía. Había pocos hombres, pues casi todos nuestros viejos se habían ido al otro lado, con los gringos, a la pizca de la fresa. Pero los pocos que quedaban pasaron a la preguntadera. Que dónde estaban cuando se perdió el niño, que quién andaba cerquita de él, que quién pudo haber sido. Casi todos salieron chimuelos, medio cojos y con las corvas chuecas. El gringo Willy, quien se la vive ladrando y espantando hasta al mismísimo patas de cabra, apareció mansito, como pichón desplumado. Fingió que no sabía hablar español y le raparon la pelambrera güera y piojosa. Caminaba tal como si hubiera montado una acémila terca en el monte por más de una semana. “Guasamara, guasamara, guatsgoinón”, le preguntamos. Iba paso a pasito, sin mirar a naiden, con el sanababiche en los labios. Incluso se le olvidó cómo se mienta la madre en español.

Con nosotras las hembras usaron otros modos. Casi ni nos interrogaron sobre el niño. Sacaron el vino de consagrar y prendieron el radio del curita. Todas bailamos quebradita con los gorilas, y entre sobada y sobada nos preguntaron si teníamos marido o no, a qué horas se ausentaba de la casa, o si se había ido al otro lado a buscar jale.

Todas tomamos el interrogatorio como una manda, y yo hasta se lo ofrecí como penitencia a la Virgencita del Rosario. Pero la única que no lo vio así fue doña Crisanta Culebro, la presidenta municipal y señora de armas tomar. En el momento en que uno de esos vatos quiso hallar posada para su manaza debajo de la enagua de la Chanta, ella le plantó un rodillazo entre las piernas, le mordió la oreja hasta quedarse con un trozo entre los dientes, agarró una de las seis botellas de vino que ya estaban vacías y se la hizo cachitos en la tatema. Crac. Dicen que la cabeza del gorila sonó como maceta que cae al piso. “¡Ahí tienen su quebradita, cabrones! Para que vayan aprendiendo que aquí mando yo”. Dispénseme, padrecito, agrégueme tres avemarías, pero así les gritó, y hasta el atrio llegaron los alaridos de la Chanta. Con la navaja de barbero con que el padre Calixto despabilaba los cirios, le quitaron el cuero de las plantas de los pies a la desdichada, así, como viles filetes que le aventaron al perro pinto del cura, que se los jambó de dos tarascadas. La Chanta salió gateando de la sacristía, sin cejas ni trenzas y con un ojo de huitlacoche. Desde la sierra, el sol nos dio la espalda y todo se puso negro. Naiden quiso prender las lámparas de petróleo ni echar a andar la planta de luz, y tampoco naiden quiso dormir. Es más, desde entonces no se puede pegar la pestaña en este pueblo.

Esa noche, la única luz que se veía era la de la fogata que aquellos changos prendieron en la calle Kino, y usaron como leña dos bancas de la parroquia. Del niño no se habló en mucho tiempo.

En los días siguientes llegaron todavía más gorilas de lente oscuro. Naiden podía salir ni entrar de San Ciriaco; sólo ellos. Bueno, también algunos de nuestros viejos salían. Los judiciales le cobraban una cuota a Pompeyo Cabanillas, el mero jefe de los narcos, para que los pocos hombres del pueblo fueran a cosechar la hierba y a empaquetarla. Además, cuando nuestros maridos recibían el jornal, les pedían, a punta de pistola, una cooperación voluntaria. El propio don Pompeyo decía que así el bisne no le convenía, pero cuando les insinuó que ya no les daría más lana, ellos prometieron darle el beso de Judas y echarle encima al ejército. “N’hombre, muchachos, no hay necesidad de alebrestar a los verdes. Era sólo carrilla. Nomás les pido que no golpeen tanto a estos vatos. Me han dejado a estos gallos demasiado espoleados y así no me rinden”, dicen que dijo el Pompeyo al momento de entregarles los billetes junto con unos paquetitos de la mejor hierba para que le dieran el visto bueno. Aceptó además entrarle con ellos al negocio que estaban a punto de abrir en el pueblo.

Con nosotras ya ni trataba el méndigo ruco, y le hizo el feo hasta a la Lucha, su favorita, a quien meses atrás le trajo de Calexico un perfumito, unos zapatos dorados y una grabadora. Aquella ocasión se la había llevado de paseo durante varios días a Rosarito, mientras el marido le tupía duro al corte de la hierba. Ella era la más agraciada de todas, pero ahora se encontraba irreconocible, sentada a la sombra del tejabán, con la mirada hacia el monte, perdida, como la Dolorosa que está en el altar, con sus ojos de canica inmóviles. Los moretones y la sangre seca le maquillaban la cara, los brazos, las piernas.

Cuando pensamos que la desgracia ya se había conformado con agarrarnos de las patas, se le ocurrió trepársenos hasta el cogote. Quince días después de que esos zopilotes de lente oscuro cayeron sobre San Ciriaco, sus camionetas llegaron cargadas de güilas. Se las trajeron desde Tijuana, y como su madrota tenía muchas deudas de protección con los judiciales, las convenció de venir al pueblo para expandir el negocio. Al bajarse de las trocas, aparecieron con bikinis para enseñar la mercancía, zapatos de tacón alto y, aunque casi todas eran más prietas que la noche en descampado, algunas se sentían muy californianas con sus greñas pintadas de güero. Otras habían preferido el color zanahoria y el betabel. Ésa fue la primera vez que vi a la Colorina.

El caso es que les habían prometido que las meterían en un hotel con alberca, palapas, televisión a color, agua caliente... y que después de un tiempo se las llevarían de gira para chambear en el teiboldans. Chance y hasta a Las Vegas irían. Pero ¿cuál alberca? Lo más parecido es la fuente con renacuajos que hay en el atrio de la iglesia. ¿Cuál televisión? Aquí sólo veíamos en Semana Santa las películas que el padre Calixto proyectaba sobre una sábana blanca en la cantina de la Lucha. Y los segundos domingos de mes nos pasaba algunas de Cantinflas, pero se jodió el proyector una vez que se lo rentó al dueño del billar de San Crispín, el pueblo más cercano. El padre dijo que de seguro lo habían usado para pasar películas sucias y por eso algún ángel vino a tirar el aparato de los huacales sobre los que lo habían colocado.

Para despachar a la clientela, los zopilotes requisaron la cantina de la Lucha, así como dos o tres casas de al lado para que durmieran las muchachas. Al padre Calixto se le cayeron hasta los calzones y la dentadura postiza cuando vio todo aquello, y sobre todo cuando leyó el nombre que le pusieron en la entrada a su club familiar, como ellos le llamaban: “El jardín del Edén”. “Sodoma y Gomorra debería ser el nombre”, comentaba el padrecito en misa. Y aunque la lectura del evangelio de ese día tratara sobre las bodas de Caná o acerca de cuando Lázaro se petateó, siempre regresaba el padrecito al tema del burdel. A los pocos hombres que quedaban en el pueblo los hizo pasar al confesionario y les prohibió siquiera asomarse a la casa de Belcebú, como él le decía. Pero la penitencia de estos canijos duraba apenas lo que el sol en dormirse detrás de la sierra. Siempre estaban de vuelta para echarse una bailada y un retoce. Los que no tenían feria para pagar, hasta el alma vendían a los judiciales, quienes anotaban todo en un libro grandote que le robaron al padre Calixto y donde antes se registraban los bautismos, primeras comuniones y bodas. El único que no se paraba por ahí era mi viejo, pues la Colorina me enseñó todos sus secretos. Dicen que ella era la mejor y estoy segura de que sí, pues tenía chance de elegir a los clientes, y hasta don Pompeyo, cuando se enteró de que era vegetariana, le mandaba casi a diario huacales llenos de fruta cara para que le concediera una nochecita. Lo malo es que casi todas sus ganancias se las carranceaba el comandante de estos gorilas, el Oaxaco, que venía del sur. El tipo tenía cara de caballo y era chaparro, pero con unas manazas que parecían marros. La pobre Colorina tuvo que probar muchas veces sus correctivos cuando se hacía del rogar con él.

Ella y yo nos convertimos en buenas cuatas, aunque sólo nos veíamos a escondidas. Siempre me escabullí por detrás del corral de “El jardín del Edén”, y mientras ella distraía al judicial que estaba de guardia, podía meterme sin bronca al cuarto de la Colorina. Me encantaba su cama; parecía un barco por lo ancha, y también me gustaban su colcha de peluche rosa, el espejo en el techo y los pósters de Selena que pegó en la pared. Su tirada era juntar unos ahorritos para largarse a Las Vegas y ahí convertirse en díler, luego en cantante y ligarse a algún gringo jirafón con espalda de ropero. Alguna vez se pasó al otro lado, pero los polleros le hicieron lo que el padre Calixto nos contó que los romanos quisieron hacerle a Santa Lucía, y la dejaron a su perra suerte, todavía muy lejos de Yuma, sin agua ni comida. Luego la migra la regresó a Sonora.

Pero ni eso la desvió de su terquedad de irse al otro lado para desbancar a Selena y ser la nueva reina del tex-mex. Si usted la hubiera visto con sus vestidos de lentejuela y esas camisitas para enseñar el ombligo. Sí, padrecito, tiene razón, no debo despertar aquí calenturas. Usted me perdonará, pero la Colorina hacía ver a los ciegos y hablar a los mudos con sus manos santas y ese meneo que... ¡Ay padre, no es blasfemia! De veras que hizo mucho bien aquí. Al menos se les olvidaban a nuestros viejos las zarandeadas, moretones y huesos rotos que casi a diario les regalaban los zopilotes. No, si le digo que de ella aprendí hartas cosas. Me prestó un libro que aplicaba mucho y hasta me mostró de bulto cómo se tenía que usar. Creo que se llama “La cama suda”... Ándele, padre, el “Kama sutra”. La muy canija parecía contorsionista de circo, en serio.

Dicen que después de lo que le pasó en Yuma, decidió encomendarse a Santa Beretta, una pistola que guardaba abajo del colchón, y también a la Santa Muerte. Y sí, en su cuarto le había puesto un altarcito, y justo en la nalga derecha se hizo un tatuaje con la imagen de la huesuda. Me enseñó la oración que hay que rezarle antes de salir de la casa: “Muerte protectora y bendita, por la virtud que Dios te dio, quiero que me libres de todos los maleficios, peligros y enfermedades y que, en cambio, me des suerte, salud y...”. Está bien, padre, no se encabrite. Pero, quiéralo o no, es bien milagrosa, más que San Juditas Tadeo, aunque si uno le falla, paga mal. Y así le pagó a la Colorina.

El caso es que el rumor de que se había abierto “El jardín del Edén” se convirtió en lumbre y llegó no sólo a los pueblos vecinos, sino a San Isidro, Riverside, Yuma y yo creo que hasta a Pasadena, pues casi todos los que se habían ido de mojados regresaron para comprobar las leyendas que se contaban sobre la prieta de cabellos rojos y ojos verdes que curaba toda dolencia en la cama. Así, a los judiciales les llovió verde en su milpa, pues cobraron veinticinco dólares por el derecho de entrar a San Ciriaco, y cinco más por pasar a “El jardín”. Todas las señoras andaban bien mohínas, pues además de que sus viejos se echaron el gasto en el tequila y el bailongo, no querían salir del retoce con las güilas, y sobre todo con la Colorina. Con todo el jale que tuvo la canija, de seguro vio cada vez más cerca su escapada a Las Vegas.

Doña Cristanta fue la que empezó a alborotar el gallinero. De hecho, su marido fue la primera víctima. Don Apolonio llegó a su casa a gatas, después de varios litros de tequila y dos días de haber hallado posada entre los brazos y piernas de la Yaqui, la Jarochita y, por supuesto, la Colorina. Como recibimiento, Crisanta lo arrastró de la greña hasta el corral y lo aventó entre los cochis. Ahí lo encueró y luego se fue por una reata para amarrarle los pies y las manos. El Apolonio ni se daba cuenta de nada porque aún se sentía como en el circo, entre las contorsiones de la Colorina, hasta que aventó un alarido que hizo cimbrar la campana de la iglesia cuando Crisanta llegó con el machete bien afilado y, sin más miramientos, le cortó la herramienta de su pecado ante la mirada curiosa de los puercos. Pero ni así dejaron los hombres de escaparse a “El jardín”, aunque procuraban volver a sus casas con los cinco sentidos avispados. Oler un poquito del polvo blanco que vendían los judiciales era bueno para que se les pasara la borrachera.

Las señoras decidieron amacharse y negociar de frente con los zopilotes renegridos. Les llegaron por el lado que les cuadraba a ellos, el de los bisnes. Se organizaría una función de box, con apuestas y toda la cosa. ¿Quiénes iban a pelear? Pues las del pueblo contra las güilas, ni más ni menos. Si las pirujas ganaban, los judiciales podían quedarse con el dinero de las entradas y permanecer en el pueblo el tiempo que quisieran. Pero si perdían, tenían que donar el billete a la parroquia y largarse con todo y su jardín. El padre Calixto apoyó el trato y prestó el atrio de la iglesia para que allí se armara el corral donde la gente se da de trompadas. Ándele, sí, el ring. El pueblo de San Ciriaco retomó vuelo con la noticia, y el curita sacó su bicicleta y su bocinota que usaba en las procesiones para ir reclutando voluntarias, y en todas las homilías de la misa de seis nos mentó al calzonudo de David, que le dio en la madre a Goliat con un solo tepalcatazo. Así nos invitó a una pelea santa para librarnos de los zopilotes filisteos, como él les decía. Ya no importó que nadie buscara al niño; ya aparecería. Lo que queríamos era que estos vatos pusieran sus callos fuera de aquí.

Los entrenamientos comenzaron a las cuatro de la mañana del día siguiente de que se hizo el trato con los judiciales. ¡Qué frío tan desgraciado hacía! Todas íbamos encobijadas, con cachucha y las botas de nuestros maridos. Crisanta se había puesto un pasamontañas, sí, como de zapatista, y desde entonces le decimos la Subcomandanta.

Willy la hizo de nuestro entrenador. En el corral de la Chanta, de triste memoria para don Apolonio, el gringo colgó un costal repleto de maíz y nos mandó pegarle como Dios nos diera a entender. Pero más que golpear el mentado costal, casi todas nos fuimos con las uñas contra él, y otras le plantaron mordidas. “Nou, nou, nou, así nou. Así pelean las mujeres y no las machas”, vociferó Willy. Como casi todo lo demás, el box era para hombres y, ni modo, teníamos que boxear como machos. Así, el güero comenzó a enseñarnos el opercot, el yab, los ganchos y algunas mañitas, como dar uno que otro fregadazo con la cholla en la ceja del contrario.

La que más pronto le agarró el modo a los trompones fue la Subcomandanta, quien de por sí ya era aguerrida con el machete. Nada más pregúntele a Willy por los derechazos de Crisanta, padre. Al muy gallito tuvimos que parcharle la nariz más de tres veces.

A la güilas las comenzó a entrenar el Oaxaco afuera de su club familiar; pero el muy hijoesú aprovechó para torteárselas y plantarles dos que tres marrazos en el estómago. Con todas pudo, menos con la Colorina, quien con la zurda metía unos yabs de ensueño, y el Oaxaco visitó la lona —bueno, el suelo polvoriento— siempre que se ponía con ella los guantes que mandó traer de La Paz. Todos nuestros viejos andaban de mirones en su entrenamiento, pues no querían perderse el espectáculo de aquellas boxeadoras en tanga. Pero en el ring de box —y también en el box esprín— no gana la que enseña más carne, sino la que sabe moverla. La Colorina siempre fue buena para las dos cosas, y todos se orinaban de risa cuando se despachaba al Oaxaco usando el uno-dos-tres, hasta que él callaba a todos con dos balazos al aire. El muy zopilote aguantó la soba por tres semanas, hasta que se trajo al Chino, un chicano amigo suyo que, además de ser pollero y narco, regenteaba un gimnasio de box en Los Ángeles. El vato medía casi dos metros, tenía la maceta rapada, un arete en la nariz y a la Virgencita de Guadalupe tatuada en el pecho. A todas las metió en cintura, menos a... Sí, padre, adivinó... menos a la Colorina. Los dos se agarraron tirria: él porque nunca se la pudo encamar, y ella porque supo que era pollero.

Ese año, el día de San Ciriaco cayó en domingo. Todo estaba listo para las trompadas en el atrio de la iglesia. Después de la misa de nueve de la mañana, el padre Calixto nos encomendó a San Ubaldo, patrono de los boxeadores, nos echó agua bendita y, tras ponernos a todas un escapulario y bendecir los guantes, nos secreteó algo a cada una al oído. Primero pensé que sería alguna oración en latín; pero no, cuando llegó a mí, escuché clarito que dijo: “¡Chínguenselas!”. Perdón, padre, pero el curita era muy dicharachero.

Las apuestas comenzaron a correr. Circulaban pesos, dinero gabacho, relojes, guajolotes, caballos y escopetas... Todo servía para apostar. Don Pompeyo se trajo a Los Tucanes de Tijuana, quienes empezaron a tocar banda y a amenizar antes de la primera pelea. El ring no eran más que cuatro estacas clavadas en la tierra, con tres reatas largas para formar el corral de los trompones. Y a falta de lona, el piso estaba cubierto de paja. Como réferi se trajeron al presidente municipal de San Crispín, quien usa unos anteojos que parecen telescopios y, en vez de agua de colonia, hiede a tequila desde que el sol se levanta hasta que se acuesta.

Alguien tocó el cencerro de una vaca y dieron inicio los fregadazos. Los narcos gritaban por un lado; los judiciales por el otro, y Los Tucanes no paraban de tocar “Al gato y al ratón”, mientras la Lucha, con la mirada perdida y siempre como fantasma, vendía el chupe, los cigarros de tabaco y mota y el polvo blanco.

La Jarochita no le duró ni medio ráun a La Chanta. La muy mañosa le pisó dos veces los juanetes, le dio tres cabezazos y le puso a la piruja la nariz de chile morrón. Luego vino la Colorina y dejó a la Justina como a gata cogida. A todas nos tocó pasar, pero las meras efectivas eran la Chanta y la Colorina. La pelea entre las dos decidiría si ganaban las güilas o las del pueblo.

Los narcos le apostaron harta lana a la Chanta. Además, le prometieron que si ganaba le arreglarían su casa y se llevarían a Apolonio a Houston para que le pusieran una prótesis. El Willy le aconsejó marear a la Colorina y no dejar que le aplicara su uno-dos-tres asesino. El cencerro sonó, y el primer mulazo de derecha lo recibió la Colorina. Un hilito de sangre le corrió de la nariz, para de inmediato plantarle a la Subcomandanta un gancho al hígado que la dobló y un opercot que le hizo oler la paja. El réferi empezó la cuenta, y la Chanta pudo levantarse al seis. Ninguna daba su brazo a torcer; iban parejitas. Ya llevaban cuatro de los cinco ráuns cuando Crisanta le abrió la ceja con la cholla a la Colorina, quien se quejó con el réferi. Éste dijo que todo estaba limpio, que siguiera la pelea. Luego la Chanta aplicó su mágica patada a la espinilla, pero en ese momento recibió el temido uno-dos-tres y se fue de espaldas. El santo cencerro tocó y Crisanta se salvó.

Parecía que la pelea no seguiría. Se llevaron a la Chanta a la sacristía, y ahí, el Willy le echó una cerveza fría en la cara y le hizo oler un trapo mojado en tequila. La Chanta resucitó y pidió un trago de la botella. Entre tanto, el padre Calixto se fue por la morralla de la limosna y la metió en los guantes de box. “Hija, te vas a ganar tres mil indulgencias si le partes el hocico a la cabeza de cerillo. Acuérdate que endemonió a tu Apolonio”. La Chanta se aventó otro trago, se le calentó la sangre con la mohína y se paró girita, girita, sin importarle el peso de los guantes. A los judiciales se les borró la carcajada cuando la vieron regresar al ring. Crisanta no esperó a que repiqueteara el cencerro y le voló los dientes de enfrente a la Colorina. Pobre, tan derechitos que los tenía. Luego le sacó el aire con un guantazo en la panza que la hizo hasta vomitar. La Chanta la remató con un rodillazo en plena cara. La Colorina alcanzó todavía a regalar a su verdugo uno de sus yabs de fantasía, pero la Subcomandanta la agarró de las greñas y le atizó uno, dos, tres, cuatro moquetes con los guantes arreglados. El réferi le levantó el brazo a la Chanta y se acabó el jolgorio. Lo demás fueron balazos, pues los judiciales no quisieron pagar la apuesta a los narcos. Vinieron la corredera y el griterío, y finalmente don Pompeyo y su gente decidieron irse. Por su parte, los judiciales se rajaron de su trato y juraron que se quedarían en el pueblo.

San Ciriaco estuvo silencio por más de dos días. “El jardín del Edén” permaneció cerrado; igual la iglesia. Pero la calma se rompió otra vez cuando a la Chanta le remordió la conciencia y fue a ver a la Colorina. Les tuvo que llevar a los judiciales tres botellas de charanda y cinco de ron para que la dejaran pasar. No encontró a la Colorina en su cuarto, pues se había ido a la letrina del patio. Crisanta empezó a curiosear en todos los rincones, olió todos los perfumes y hasta se probó un par de zapatos, hasta que se encontró con el niño.

La Colorina llegó al cuarto acomodándose todavía los calzones, y lo primero que recibió fue un palazo en la cabeza. “Desgraciada güila, jija de los mil judas; ahora sí te va a cargar el jinete de la Divina Providencia”, dicen que le gritó la Chanta. La Colorina se arrastró hasta llegar junto a la cama y sacó a Santa Beretta de debajo del colchón. Alcanzó a dar dos tiros, pero ninguno tocó a Crisanta Culebro. Parte del espejo del techo cayó, y lo que es el colmo de la mala pata: el otro balazo destrozó al niño. Para ese entonces, la Chanta había salido ya de “El jardín del Edén” como potranca desbocada, y a pesar de la dolencia de huesos que todavía traía, llegó en menos de un minuto al campanario, repicó la campana y todas las señoras se arrejuntaron. También los narcos andaban cerca; venían a cobrarse a lo chino la apuesta que ganaron. Hasta el curita sacó la carabina 30-30 que su papá le heredó de la guerra cristera. “Vamos a quebrarnos a esos infieles y a las suripantas. ¡Viva Cristo Rey!”, vociferó mientras guardaba sus ochenta y tantos años en la sacristía para correr con la enjundia de un chamaco hacia Sodoma y Gomorra. Él fue el primero en caer, y no porque le hubieran atinado los judiciales —quienes para ese momento ya habían empezado a echar tiros—, sino porque le explotó la carabina en las manos cuando apretó el gatillo.

Yo veía todo desde la ventana, y me puse a rezarle al niño y a la Santa Muerte para que no se jodieran a la Colorina. Cuando el enjambre de narcos llegó, los judiciales dejaron de disparar a las señoras y mejor se concentraron en cuidarse de la nube de plomo que les venía de frente.

Con la Chanta Culebro a la cabeza, las viejas del pueblo comenzaron a llenar botellas de cerveza con el dísel que usa la planta de luz del pueblo. Una de ellas se desgarró la enagua para hacer las mechas. El jardín dejó de ser Edén y se convirtió en infierno. En medio de las flamas, la Lucha, quien estaba adentro con los judiciales, salió de su ensimismamiento y volvió a ser la de antes. Agarró un cuchillo de cocina y cumplió su promesa: le ensartó los tompeates al Oaxaco.

Las señoras subieron al cuarto de la Colorina antes de que la lumbre llegara. Ni Santa Beretta le salvó de la madriza, aunque aún pudo darle un tiro a la Chanta en la rodilla y a la Chuy en el hombro. Lo demás fueron palos, machetes y hasta mierda de los cochis sobre la Colorina. Cuentan que lo último que dijo fue: “Las Vegas, Las Vegas”, y el fuego le chamuscó su sueño. Adentro quedaron también las demás pirujas, la Lucha y casi toda la banda de renegridos. La calle Kino estaba tapizada de zopilotes muertos. Naiden los levantó de ahí por más de dos semanas. Para cuando al ministerio público le dio la gana venir desde La Paz, no pudo entrar a San Ciriaco por la peste y se puso a hacer el acta en el cerro, desde donde divisó los bultos negros y el montón de escombros tatemados.

Padre, póngame mi penitencia. Por mi culpa, del niño no quedó más que caliche y carbón. Varios días antes de la función de box, había llegado el del correo montado en su burro, tal como lo hace dos o tres veces al año, y me trajo una cajita de zapatos que venía de Guaymas. Me la mandaba la tía Tencha, que tenía el hígado podrido de tanto chupar tequila y mezcal. Además, le salieron tres bolas en la espalda. El doctor le había dicho que se fuera despidiendo de la parentela porque muy pronto se iba a ir de minera, dos metros bajo tierra, y por eso, en esa misma cajita, metí al pequeñito que le tomé prestado a la Virgen del Rosario. En sus brazos, por vía de mientras, le puse el Bart Simpson que mi viejo le trajo a nuestro mocoso la última vez que regresó del otro lado. Mi tía necesitaba un milagrito del niño para curarse; por eso se lo mandé. Pero ella cumplió la promesa de embarcármelo de vuelta lueguito que se sintiera mejor.

Al abrir la caja, vi de nuevo al plebito, con su pañal blanco y el vestido de encaje. Mientras lo mecía, pensé en la Colorina y en sus planes de irse a talonearle a Las Vegas. Ella también necesitaba un milagrito para largarse. Lástima, si hubiera llegado allá, de seguro habría hecho harto billete como boxeadora.
Derechos Reservados ©. Se prohíbe la reproducción total o parcial sin consentimiento del autor.

6 comentarios:

  1. Woww.. Tomás.. he leido el cuento a partes, llega alguien a la oficina y debo detenerme. Luego, otra vez, el control en On. Tú relato es fantástico, la psicologìa de los personajes y el ambiente,caliente, ambivalente, del desierto, gèlido en la madrugada , hirviente todo el día. Al final, el niño perdido es lo que menos importa, sino la fantasía para llegar hasta él. Y el jardín del Edén, igual que la iglesia, funciones parecidas. Para ti, toda mi admiración, K

    ResponderEliminar
  2. Favor que me haces, K. Me halaga mucho tener una excelente lectora. Tanto el ambiente como los personajes fueron tomados de un lugar real, mismo que visité en la península de Baja California. Por supuesto, cambié el nombre del pueblo, aunque algunos de los personajes sí conservan su nombre real. Claro,la mayor parte de lo que sucede es mera ficción.

    ResponderEliminar
  3. Primo... había tenido ya el honor de leer este gran relato en días donde mi entendimiento no se daba abasto para comprender la fuerza narrativa y la finísima crudeza con que está escrito. Y lo volveré a leer cuando sea un poco menos ignorante de lo que soy ahora (seguro lo encontrare mas perfecto).
    Gracias.
    Diego

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hacía tanto tiempo que no visitaba el blog. Querido Diego, muchísimas gracias por tus comentarios sobre el cuento. Me enorgullece tenerte como lector, primo. Me halaga muchísimo saber que te ha gustado. Te mando un abrazote y espero podamos vernos en un futuro cercano. Ya hace falta.

      Eliminar
  4. dónde están las nuevas entradas a tu blog?????

    ResponderEliminar
  5. si,, Tomás,, es cierto, dónde estás!

    ResponderEliminar